domingo, 17 de enero de 2016

El árbol de la risa

Hace muchos años existía un famoso pueblito, alejado de la ciudad, llamado Glabilú. En el medio de la única placita que tenía, había un árbol, con hojas grandes, chicas, medianas, verdes, rojas, amarillas, celestes y muchos colores más. No sólo era hermoso, sino que regalaba sonrisas a toda la gente.
Cada vez que alguien se sentía un poquito triste, se iba hasta la plaza, se acercaba al árbol y automáticamente se empezaba a reír. Para los chicos, Risitas, que así lo llamaban a su árbol, era un amigo más. Esperaban ansiosos que llegara la tarde para poder ir a jugar junto a él. Se trepaban en sus ramas, le cantaban canciones, se divertían mucho.
Una noche, el Señor Gogó, que era del pueblito vecino, fue hasta la placita. Miró para todos lado, se fijo que no hubiese nadie, y se acerco al árbol en puntitas de pie. Era un hombre muy malo y serio, y no le gustaba que sus vecinos siempre estuvieran alegres. Entonces, empezó a arrancarle las coloridas hojas a Risitas y a patearle su tronco ¡con mucha bronca!. El pobre árbol empezó a reír cada vez menos... hasta dejarlo de hacer por completo. Y cuando lo hizo, el Señor Gogó se fue satisfecho a su pueblo.
A la mañana siguiente el árbol amaneció enfermo, casi muerto. La gente se puso muy triste cuando lo vio, y la risa desapareció de sus caras. Entre ellos se miraban y se preguntaban: ¿qué le habrá pasado? ¿quién lo lastimó?. Se pusieron a juntar sus hojitas, a cuidarlo, a regarlo, pero Risitas seguía igual. Hasta que un día, decidieron que la forma para curarlo era darle lo mismo que el siempre les dio a ellos: RISAS. Se juntaron todos, hicieron una ronda alrededor del árbol, se agarraron de las manos y empezaron a reír. Y rieron cada vez más fuerte, tan fuerte que hasta la tierra comenzó a vibrar. Risitas empezó a tomar vida, le volvieron a salir sus coloridas hojas y con ellas, su alegría. Empezó riéndose bajito, casi no se lo oía, pero terminó riéndose tan alto que hasta contagió al Sol. Comenzaron a crecer muchas y muchas flores a su alrededor y se formó un arco iris, el más bello que habían visto en toda su vida.
La risa empezó a contagiar a los pueblos vecinos y llegó hasta la casa del Señor Gogó, y sin darse cuenta, de sus labios, comenzaron a salir risas.
Y colorín, colorete, a este cuento se lo llevó un cohete.
FIN

Mariana Ramos

Kooboo y el eucalipto

El eucalipto tiene una corteza grisácea con manchas marrones y unas hojas de color verde plateado que son como lenguas que no cesan de hablar cuando el viento las sacude. Crece junto a los lechos de los ríos y en las zonas despejadas de los montes de un antiguo país que queda mucho más al sur.
Y en lo alto de un eucalipto, en sus ramas más elevadas, duerme Kooboo, el koa­la. Se despierta tarde, pasado el mediodía, sube un poco más, estira la mano para agarrar unas hojas, se las acerca a la boca y las mastica con parsimonia. Algunas veces desciende, da un paseo por el suelo cubierto de hojas y trepa a otro árbol hasta lle­gar a una altura en la que está a salvo.
Pasa la mayor parte del tiempo sentado, masticando hojas de eucalipto, y nunca bebe nada. Entonces, ¿cómo sobrevive? Si de verdad quieres saberlo, escucha su his­toria.
Kooboo se quedó huérfano de pequeño y no había nadie que le cuidara. Sus familiares ni siquiera pensaban en alimentarlo, de modo que el pobre sólo podía comer hojas: las duras y aromáticas hojas de los eucaliptos. Pero la sed era peor que el hambre. Vivía en una zona árida, donde la gente preservaba el agua como un tesoro, en cubos de corteza, y sólo le dejaban beber un sorbo al día. Se pasaba el día mendigando agua. Pero, milagrosamente, consiguió sobrevivir.
En las épocas de sequía, la gente salía a cazar y ocultaba los cubos de agua. Pero un día. Cuando Kooboo vagaba por el pueblo lamentándose de sed y soledad, encontró los cubos de agua ocultos en el hueco de un eucalipto.
—¡Qué suerte! —pensó. Y a continuación metió la cabeza en el cubo y bebió y bebió hasta que no pudo más—. ¡Qué maravilla! ¡Por fin he saciado mi sed!
Entonces, ideó una estrategia que le permitiría guardar el agua para sí. Colgó los cubos en las ramas de un eucalipto joven. Luego, subió a lo alto del árbol, se sentó en una de las ramas y entonó una canción mágica.
Al árbol le gustó Kooboo, y creció y creció para alejarle del suelo, a él y a los cubos, y no paró hasta conseguir ser el árbol más alto de todo el bosque. El joven sonrió y pensó: «Ahora no volveré a pasar sed nunca más».
Aquella noche, los habitantes del poblado volvieron de cazar cansados y sedien­tos. Al no encontrar sus cubos de agua, se pusieron furiosos. Mientras buscaban el rastro del ladrón en la arena, una mujer alzó la vista y divisó a Kooboo en las ramas superiores de un enorme eucalipto, rodeado de cubos de agua.
—Si no bajas inmediatamente esos cubos ¡te vas a meter en un aprieto! —amenazaron los hombres. Pero Kooboo se sentía a salvo en su refugio y no hizo caso.
—Vosotros nunca me dejáis beber agua —gritó desafiante—. Ahora no podréis alcanzar vuestra propia agua.
Al principio, nadie osaba escalar un árbol tan alto. Pero cuando los niños empe­zaron a llorar de sed, los más ancianos convencieron a los más jóvenes para que lo intentaran. Desde lo alto, Kooboo vio que dos jóvenes iniciaban el ascenso. Cuando habían llegado a la mitad del tronco, Kooboo partió una rama vieja y se la tiró a la cabeza. Los jóvenes se soltaron y cayeron al suelo.
El muchacho repitió la hazaña varias veces, hasta que dos jóvenes curanderos idearon un plan más inteligente. Subieron girando alrededor del tronco. Así, cuan­do Kooboo les tiraba una rama, ésta no caía sobre ellos porque ya se encontraban en otro punto del tronco. Cuando se acercaron a Kooboo, éste empezó a gritar pre­so del miedo y a rogar que se apiadasen de él. Pero los curanderos no se compade­cieron del muchacho. Lo sacaron de su cómodo asiento en las ramas y lo tiraron al suelo.
Sin embargo, en ese instante, el árbol le concedió a Kooboo una protección mágica, de tal forma que, al tocar su cuerpo el suelo, se transformó en un pequeño koala y se subió a otro árbol en cuestión de segundos.
Así que Kooboo, el pequeño niño huérfano, vive desde ese día en un eucalipto. Duerme durante todo el día y por las noches sube y come hojas del árbol. El árbol lo cuida, le brinda una protección mágica y le proporciona todo lo que necesita. Dispone de un hogar seguro, le gusta comer hojas de eucalipto y ya no ha vuelto a tener que bajar para beber. Tal vez todavía le quede algo de aquellos cubos ocultos en el hueco de un eucalipto. Sea como sea, su nombre, «koala», significa ¡«el que nunca bebe agua»!

 Cuentos oceanía

Los árboles que hablaban

A las afuera de mi pueblo había un frondoso bosque
en donde los niños jugábamos al escondite.
Con el tiempo llegó a mi pueblo la invasión del
ladrilllo y de lo que era un frondoso bosque,
hicieron una urbanización, talando árboles a diestro y siniestro. Del bosque dejaron un merendero para hacer barbacoas, columpios para los niños y algunos árboles a los que llamaban pomposamente, el parque.
Todo parecia ir bien, hasta que se oyó decir que aquellos árboles, al llegar el anochecer hablaban, hasta llegar la mañana. Los vecinos empezaron a tener miedo,de tal manera que en cuanto llegaba el anochecer no se atrevian a pasar por allí,porque creian que los árboles estaban embrujados y les podía pasar algo malo, yo tambien sentía miedo, pero un día pudo en mi más la curiosidad que el miedo, por lo que me armé de valor y al anochecer me dirigi al parque, me senté en un tronco y me puse a escuchar.
Efectivamente, los árboles hablaban, pero lo que oí me partió el alma. Los árboles gemian de dolor por lo que habían hecho con ellos la mano del hombre, cuando los taló, unos habían perdido a sus padres, otros a algún hijo y otra había perdido al arbol amado del que estaba enamorada y todos en general tenian miedo de que volviera la sierra asesina. Yo no sabía que hacer ni decir. De pronto oí un gemido mas fuerte que los demás, era, de dolor,allí había un árbol precioso y grande con una gran rama,desgajada a punto de quebrarse del todo, que aquel día unos gamberros habían degajado. Yo no sabía que hacer porque no entendía com arreglar aquello, asi que fuí a casa , cogí una escalera,cuerdas y vitaminas, para plantas y me fuí al árbol. como pude enderecé la rama, le eche vitaminas y lo amarré al tronco, lo mejor que pude y todos los días iba a verlo, hasta que vi que la rama aquella, aunque fuerte y pujante, empezaba a torcerse hacia abajo,pensé que había algo que yo no había hecho bien, hasta que un día, que yo estaba muy triste por algo que me había ocurrido, me fuí al parque, porque no quería que nadie me viera llorar y me abracé a aquel árbol al que ya consideraba mi amigo. De pronto, sentí como la rama que había crecido hacia abajo,se inclinaba más y con sus ramas me acariciaba la cara suavemente,y los demás árboles, mecian sus ramas y susurraban consolándome. Entonces comprendí que me aceptaban como amiga. Desde aquel día voy allí con frecuencia, sobre todo los lunes,en donde los niños jugábamos al escondite.
Con el tiempo llegó a mi pueblo la invasión del
ladrilllo y de lo que era un frondoso bosque,
hicieron una urbanización, talando árboles a diestro y siniestro. Del bosque dejaron un merendero para hacer barbacoas, columpios para los niños y algunos árboles a los que llamaban pomposamente, el parque.
Todo parecia ir bien, hasta que se oyó decir que aquellos árboles, al llegar el anochecer hablaban, hasta llegar la mañana. Los vecinos empezaron a tener miedo,de tal manera que en cuanto llegaba el anochecer no se atrevian a pasar por allí,porque creian que los árboles estaban embrujados y les podía pasar algo malo, yo tambien sentía miedo, pero un día pudo en mi más la curiosidad que el miedo, por lo que me armé de valor y al anochecer me dirigi al parque, me senté en un tronco y me puse a escuchar.
Efectivamente, los árboles hablaban, pero lo que oí me partió el alma. Los árboles gemian de dolor por lo que habían hecho con ellos la mano del hombre, cuando los taló, unos habían perdido a sus padres, otros a algún hijo y otra había perdido al arbol amado del que estaba enamorada y todos en general tenian miedo de que volviera la sierra asesina. Yo no sabía que hacer ni decir. De pronto oí un gemido mas fuerte que los demás, era, de dolor,allí había un árbol precioso y grande con una gran rama,desgajada a punto de quebrarse del todo, que aquel día unos gamberros habían degajado. Yo no sabía que hacer porque no entendía com arreglar aquello, asi que fuí a casa , cogí una escalera,cuerdas y vitaminas, para plantas y me fuí al árbol. como pude enderecé la rama, le eche vitaminas y lo amarré al tronco, lo mejor que pude y todos los días iba a verlo, hasta que vi que la rama aquella, aunque fuerte y pujante, empezaba a torcerse hacia abajo,pensé que había algo que yo no había hecho bien, hasta que un día, que yo estaba muy triste por algo que me había ocurrido, me fuí al parque, porque no quería que nadie me viera llorar y me abracé a aquel árbol al que ya consideraba mi amigo. De pronto, sentí como la rama que había crecido hacia abajo,se inclinaba más y con sus ramas me acariciaba la cara suavemente,y los demás árboles, mecian sus ramas y susurraban consolándome. Entonces comprendí que me aceptaban como amiga. Desde aquel día voy allí con frecuencia, sobre todo los lunes, ya que el fin de semana van allí las gentes a pasar el día y algunos desaprensivos lo dejan todo sucio de cascos y plásticos. Yo lo recojo todo para que no perjudique a los árboles. Las gentes me llaman la loca del parque.A mi me da igual,porque los árboles y yo sabemos que no estoy loca.Locos ellos que no saben cuidar y conservar la Naturaleza.

Antonia Gonzalez
 

El árbol de navidad sin navidad

Junto al resto de abetos, aquel árbol esperaba a una familia que quisiera llevárselo a casa para Navidad. Pero apenas quedaban dos días y las oportunidades de aquel pequeño árbol se iban agotando. ¿Y si nadie lo quería? ¿Se marchitaría en aquel puesto de la calle, mientras el resto de árboles brillaba con sus bolas, su espumillón y sus regalos bien envueltos a los pies? ¿Sería un árbol de Navidad sin Navidad? Sólo de pensarlo el abeto sentía escalofríos.

Por suerte el día de Nochebuena, un hombre grande, de barba poblada y mirada taciturna acudió al puesto de árboles con su hijo mayor, un chico inquieto de apenas diez años.
– Venga, este, por ejemplo. Son todos iguales, así que lo mismo da…
Y se lo llevaron.
El árbol estaba tan contento de haber encontrado por fin una familia, que no le dio importancia a los gestos toscos y bruscos de aquel padre y su hijo. Solo pensaba en el momento en que sus ramas se llenaran de adornos y todo engalanado, el árbol, se convirtiera en uno de los protagonistas de la Navidad.
Sin embargo, aquella casa no era como había esperado. Era bonita, sí, muy grande y espaciosa, pero a pesar de los lujos, de la iluminación, de los grandes ventanales y los altos techos, aquel lugar tenía algo inquietante.
– ¡Ya era hora de que llegarais! – gritó enfurruñada Mamá nada más verlos – Mira que comprar el árbol el último día…para eso casi mejor ni haberlo comprado.
– Pero y lo divertido que será decorarlo – exclamó el hijo, que junto a sus dos hermanas gemelas, sacó una caja con bolas.
Pronto los niños comenzaron a pelearse ruidosamente. Que si yo quiero poner la bola roja, que si me dejes a mi colgar la estrella, que no, que lo hago yo, que ese espumillón está muy viejo, que mejor el dorado, que menudo hortera eres, con lo bien que queda el granate…
Tanto ruido hacían que Papá acabó por gritarles muy enfadado:
– ¡Se acabó! El árbol se queda como está. Nada de espumillón, ni de bolas. Si no podéis hacerlo sin reñir entre vosotros, entonces no lo haréis.
Así que el pequeño abeto, que había soñado con brillantes luces alrededor y bolas enormes, tuvo que conformarse con dos tiras de espumillón plateadas mal colocadas alrededor de sus ramas, y una estrella dorada y torcida en lo más alto.
– ¡Un árbol de Navidad! Vaya tonterías se inventan ahora – gruñían las dos abuelas, sentadas en los sillones orejeros del salón – en nuestros tiempos con el Belén era suficiente.
Las cosas no mejoraron durante la cena. Al abuelo no le gustaron las almejas que había preparado Mamá, lo que provocó el enfado de su hija y Papá no paró de quejarse de que el vino no estaba lo suficientemente frío. Una de las gemelas no hacía sino preguntar una y otra vez, cuando llegaría Papá Noel, las abuelas cuchicheaban todo el rato sobre lo poco apropiado del mantel de cuadros, ya podían haber puesto algo más elegante, y el niño estuvo tirando migas de pan a su otra hermana hasta que llegaron los postres.
Harto de aquella Navidad tan poco navideña, el árbol, aprovechando el barullo, se colocó sus dos espumillones plateados, se atusó la estrella dorada en la punta y sin que nadie lo notara, se marchó. Si aquello era lo que la Navidad significaba para aquella familia, él no quería formar parte de ella.
Comenzó a caminar sin rumbo fijo. Había empezado a nevar ligeramente y hacía bastante frío. Cuando se quiso dar cuenta, el árbol había llegado a su puesto. Ahí estaban todos los abetos que nadie había querido comprar, los árboles de Navidad sin Navidad. Cuando el pequeño abeto les contó su experiencia con aquella familia, todos trataron de animarle.
– No estés triste. Mejor pasar estas fiestas con nosotros que con ellos, ¿no crees?
Aquellos árboles no tenían espumillón, ni bolas, ni estrellas o luces, pero la nieve les había cubierto de una preciosa capa blanca. Todos sonreían y disfrutaban de aquella noche tan especial, sin discutir, sin gritar. En familia. Así que el pequeño abeto se quitó su espumillón, lanzó la estrella dorada a la papelera y dejó que la nieve le cubriera.
Por fin se había convertido en un verdadero árbol de Navidad.

Cuento a la vista

La niña y el árbol

Gaby era una niña que vivía lejos del pueblo y para poder ir a la escuela era necesario atravesar un pequeño bosque, en el colegio la hacían llorar por que le decían que era negra y fea y por eso salía llorando casi todos los días de la escuela , pero cada vez que pasaba entre los arboles sentía una voz que la llamaba ella no prestaba atención. Cierto día decidió acudir a la voz que la llamaba y con asombro descubrió que era un gran árbol, el cual le dijo cuando la estuvo de frente—hola Gaby, por fin acudes a mí, te he querido consolar cuando pasas llorando y quejándote de tu suerte, sé que te dicen fea y eso te molesta, al igual cuando te dicen negra, quieres hablar conmigo tengo muchas respuestas a tus dudas. —¿A mis dudas? Preguntó Gaby.
— Si tus duda, tus inquietudes y tu mala suerte– dijo el árbol.
  — me molesto por que todos se burlan de mi diciéndome cosas feas, y me siento fea, negra y torpe
— Tu te sientes fea, y permites que te vean fea, por eso te dicen fea, al no quererte dejas que los demás no te quieran te ves negra yo te veo morena, negra la noche cuando no se ve, negro el carbón que da mi corazón cuando yo muera, pero negra tu no te veo. - dijo el gran árbol con una gran sabiduría. — Sera que los demás ven lo que yo transmito con mi actitud, — Así es Gaby, yo te veo morena preciosa, inteligente, capaz, pero tienes que demostrártelo y quererte tal como eres y hacerle sentir a los demás lo importante que eres y lograras que te quieran con tus defectos y tus virtudes… Ese día Gaby sonrió y demostró que era una morena inteligente y bella..

Estela Fonseca

El árbol de los zapatos

Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la frente.
-Mira, papá ha encontrado una bota vieja -dijo María.
-¿Qué vas a hacer con ella? -quiso saber Juan.
-Se podría enterrar aquí mismo -sugirió el señor Martín-, Dicen que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor.
María se rió.
-¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?
-Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer.
Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le pareciera.
-Jamás vi una planta como ésta -les dijo a Juan y a María.
El árbol de los zapatos
El árbol de los zapatos
Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer, a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien; a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma muy curiosa.
-Ese fruto me recuerda algo -dijo la señora Martín. Entonces se dio cuenta de lo que era-. ¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de botas colgadas de los talones!
-¡Es verdad! Parecen botas -dijo Juan asombrado, tocando el fruto.
-¿Habéis dicho botas? -preguntó la señora Gómez, asomándose.
-¡Sí, crecen botas!
-Pedrito ya es grande y necesitará botas -dijo la señora Gómez-, ¿Puedo acercarme a mirarlas?
-Claro que sí. Pase y véalas con sus propios ojos.
La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto al árbol, cabeza abajo. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.
-Aún no están maduras -dijo Juan-Vuelva mañana para ver si han crecido un poco más.
La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a madurar, tomando un brillante color marrón.
Un día descubrieron un par que parecía justo el número de Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.
Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a recogerlas del árbol.
Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien. Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas por pares. Las madres que habían llegado tarde se sentaron con sus niños. Juan y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.
Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y le dijo:
-Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?
El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.
-Quítales los zapatos -dijo, al fin-. Tengo una idea y la pondré en práctica en cuanto pueda.
Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de su número.
Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo que los pies de los niños.
Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco, que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.
-Andaba el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su huerto -dijo el señor Martín a su familia-. Por fin loentiendo. Plantó todos los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos árboles, el muy zorro.
-Dicen que se hará rico con ellos -exclamó la señora Martín con amargura.
En verdad, parecia que el señor Blanco se iba a hacer muy rico. Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a buen precio.
Al mirar por la.ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que pasaba en un coche elegantísimo.
-Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol -le comentó a su mujer.
-No sirves para los negocios, querido -dijo la señora Martín, cariñosamente- De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo puedan tener zapatos gratis.
El árbol de los zapatos 2
El árbol de los zapatos 2
Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño. Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.
-Hola, Pepe -dijo Juan-, ¿Qué hacías en el jardín del señor Blanco?
El niño, que saltó ante ellos, sonrió.
-Ya veréis… -dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo los brazos llenos- Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato.
-¿Un pastel?-preguntó María- No se me había ocurrido. ¿Y está bueno?
-Verás…, la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de dentro, con mucho azúcar, está muy rico. Mi abuelita hace unos pasteles estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres.
Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los zapatos.
-Las pondremos en el horno -dijo María-E1 año pasado aprendí a hacer manzanas asadas.
María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva. Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños. Al terminar, el señor Martín dijo riendo:
-¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica.
Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el maletero lleno de cajas de frutos de zapato. Se detuvo en la feria y habló con un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo en un gran cartel y lo colgó en su puesto.
Pronto se juntó una muchedumbre.
-¡Mirad!
-Frutos de zapato a 5 monedas el kilo.
-Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo -dijo una mujer. Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas-. Mirad, por éstas pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!
-¡Sólo cinco monedas! -gritaba el vendedor-. Hay que pelarlos y comer la pulpa, que es deliciosa. ¡Son muy buenos para hacer pasteles!
-Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería -dijo otra mujer.
Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.
A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó en los carteles de las zapaterías: “Zapatos Naturales Blanco – crecen como sus niños”. Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: ‘7Grandes rebajas! ¡5 monedas el par!”
Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del pueblo seguían
consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba menos dinero que antes.
El señor Martín le preguntó a su mujer:
-¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?
-Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla ¿verdad?
-Y además -añadió María- ¿no fue lo que dijiste al enterrar aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas.

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El pino y el manzano

Cierto día, un pino y un manzano discutían:
Qué pena me das – decía el pino al manzano-. Ahora que llega el otoño, todas tus hojas se pondrán amarillas, se caerán y te quedarás desnudo y seco durante muchos meses.
Es verdad – respondió el manzano-. Tú eres un traje verde todo el año. Eso está muy bien pero es muy aburrido. Yo, en cambio, en otoño llevo un traje amarillo, en primavera me visto de flores y en verano me adornan las frutas. Así que yo soy más elegante que tú. Tengo un traje distinto para cada estación.
El pino ya no supo qué contestar y se puso muy triste.
¿De qué le servía un traje verde todo el año? Eso era muy aburrido. Pensó y pensó la manera de cambiar de traje, hasta que, muy cansado, se quedó profundamente dormido.
A la mañana siguiente lo despertaron unos niños. Cantaban villancicos con zambombas y panderetas. El pino se puso muy contento al verlos, pero más contento se puso aún cuando se vio vestido de bolas de colores, luces y regalos.
Ya no sería nunca más un árbol aburrido. Se cambiaría de traje por Navidad, una vez al año.

Jorge