sábado, 19 de noviembre de 2011

El árbol de las risas

Esta historia comienza así: hace muchos años existía un famoso pueblito, alejado de la ciudad, llamado Glabilú. En el medio de la única placita que tenía, había un árbol, con hojas grandes, chicas, medianas, verdes, rojas, amarillas, celestes y muchos colores más. No sólo era hermoso, sino que regalaba sonrisas a toda la gente.
Cada vez que alguien se sentía un poquito triste, se iba hasta la plaza, se acercaba al árbol y automáticamente se empezaba a reír. Para los chicos, Risitas, que así lo llamaban a su árbol, era un amigo más. Esperaban ansiosos que llegara la tarde para poder ir a jugar junto a él. Se trepaban en sus ramas, le cantaban canciones, se divertían mucho. 
Una noche, el Señor Gogó, que era del pueblito vecino, fue hasta la placita. Miró para todos lado, se fijo que no hubiese nadie, y se acerco al árbol en puntitas de pie. Era un hombre muy malo y serio, y no le gustaba que sus vecinos siempre estuvieran alegres. Entonces, empezó a arrancarle las coloridas hojas a Risitas y a patearle su tronco ¡con mucha bronca!. El pobre árbol empezó a reír cada vez menos... hasta dejarlo de hacer por completo. Y cuando lo hizo, el Señor Gogó se fue satisfecho a su pueblo.
A la mañana siguiente el árbol amaneció enfermo, casi muerto. La gente se puso muy triste cuando lo vio, y la risa desapareció de sus caras. Entre ellos se miraban y se preguntaban: ¿qué le habrá pasado? ¿quién lo lastimó?. Se pusieron a juntar sus hojitas, a cuidarlo, a regarlo, pero Risitas seguía igual. Hasta que un día, decidieron que la forma para curarlo era darle lo mismo que el siempre les dio a ellos: RISAS. Se juntaron todos, hicieron una ronda alrededor del árbol, se agarraron de las manos y empezaron a reír. Y rieron cada vez más fuerte, tan fuerte que hasta la tierra comenzó a vibrar. Risitas empezó a tomar vida, le volvieron a salir sus coloridas hojas y con ellas, su alegría. Empezó riéndose bajito, casi no se lo oía, pero terminó riéndose tan alto que hasta contagió al Sol. Comenzaron a crecer muchas y muchas flores a su alrededor y se formó un arco iris, el más bello que habían visto en toda su vida. 
La risa empezó a contagiar a los pueblos vecinos y llegó hasta la casa del Señor Gogó, y sin darse cuenta, de sus labios, comenzaron a salir risas.
Y colorín, colorete, a este cuento se lo llevó un cohete.


Marina Ramos

El pino y el manzano


Cierto día, un pino y un manzano discutían:
Qué pena me das – decía el pino al manzano-. Ahora que llega el otoño, todas tus hojas se pondrán amarillas, se caerán y te quedarás desnudo y seco durante muchos meses.
Es verdad – respondió el manzano-. Tú eres un traje verde todo el año. Eso está muy bien pero es muy aburrido. Yo, en cambio, en otoño llevo un traje amarillo, en primavera me visto de flores y en verano me adornan las frutas. Así que yo soy más elegante que tú. Tengo un traje distinto para cada estación.
El pino ya no supo qué contestar y se puso muy triste.
¿De qué le servía un traje verde todo el año? Eso era muy aburrido. Pensó y pensó la manera de cambiar de traje, hasta que, muy cansado, se quedó profundamente dormido.
A la mañana siguiente lo despertaron unos niños. Cantaban villancicos con zambombas y panderetas. El pino se puso muy contento al verlos, pero más contento se puso aún cuando se vio vestido de bolas de colores, luces y regalos.
Ya no sería nunca más un árbol aburrido. Se cambiaría de traje por Navidad, una vez al año.

La leyenda de los árboles


Había en lo alto de la montaña tres árboles jóvenes, que soñaban con frecuencia, que serían cuando fuesen mayores.
-El primero de ellos mirando a las estrellas, dijo: Yo quiero ser el cofre más valioso del mundo, lleno de tesoros.
-El segundo mirando al río suspiró: Yo quiero ser un barco, para cruzar el océano y llevar a reyes y a reinas.
-El tercero mirando hacia el valle añadió: Yo solo quiero ser árbol. Quiero quedarme en lo alto de la montaña y crecer tanto que cuando miren hacia aquí, las personas levanten sus ojos y piensen en Dios.
Pasaron muchos años y un buen día vinieron los humanos y cortaron los árboles, que estaban tan ansiosos por hacer realidad sus sueños. Pero los leñadores, no acostumbran a escuchar ni a perder el tiempo con sueños. El primer árbol, fue vendido y acabó transformado en un carro de animales, para transportar estiércol.
Del segundo árbol, se hizo un sencillo barco de pesca, que cargaba personas y peces todos los días. El tercer árbol, fue troceado en tablones y apilado en un almacén municipal de suministros.
Decepcionados y tristes al verse así unos y otros se preguntaban:
Porqué esto ¿Para que estamos aquí? Se acabaron los sueños.
Pero una noche, llena de luz y de estrellas, una joven mujer colocó a su bebé recién nacido, sobre el carro de animales. Y de repente el primer árbol, se dio cuenta de que llevaba sobre sí, el mayor tesoro del mundo.
El segundo árbol, acabó un día transportando a un hombre que terminó durmiendo en su seno; cuando se levanto la tempestad y quiso hundir la barca, aquel hombre se irguió y dijo: Paz. En aquel instante, el segundo árbol comprendió, que estaba llevando al rey de cielo y tierra.
Años mas tarde, a la hora de sexta, el tercer árbol se estremeció cuando los tablones fueron unidos en forma de cruz y un hombre fue clavado en ellos. Por unos instantes se vio indigno y cruel. Pero cuando amaneció el domingo, el mundo se llenó de inmensa alegría. Y el tercer árbol comprendió, que en él habían colgado a un hombre salvación para el mundo y que al mirar el árbol de la cruz, las personas se sentirían infinitamente amadas por Dios y por su Hijo.
Aquellos árboles, habían abrigado sueños y deseos; pero la realidad había sido mil veces, más hermosa de lo que jamás, habían podido imaginar.
Autor: (M. Mckenna)

Un árbol tonto


abía una vez un árbol. Era un árbol bastante bonito, con sus raíces, su tronco y sus hojas. Por cierto, que se llevaban muy bien. Las raíces estaban todo el día trabajando, desde la mañana hasta la noche, sin descansar. Se preocupaban de buscar por debajo de la tierra alimentos y agua y muchas cosas más. Cuando veían algo que pudiera servir, lo cogían. Pero no se quedaban con nada. Todo se lo daban al tronco. Y el tronco, gordo y fuerte, que era un sabio administrador, lo repartía proporcionalmente a las hojas después de efectuar unos cálculos complicadísimos.
Las hojas recibían siempre lo que necesitaban y nunca había habido envidias entre ellas. Todas procuraban estar guapísimas y la verdad es que lo conseguían. La gente que pasaba por allí decía: “¡Vaya árbol más guay!” Pero un día las raíces empezaron a pensar: “No hay derecho. Nosotras nos pasamos todo el santo día bajo tierra trabajando para que estas hojas presumidas coqueteen con los pájaros y con todo el que pasa por delante. ¡No, y no! ¡Se acabó! No queremos ser esclavas de nadie.” Y se cruzaron de brazos, y dejaron de trabajar.
El tronco entonces no podía dar nada a las hojas, y éstas empezaron a ponerse pálidas, pálidas y a agachar la cabeza.
El árbol ya no era bonito. Los pájaros ya no venían a posarse en él. La gente ya no se sentaba a su sombra.
Así estaban las cosas cuando sucedió que se desató una terrible tormenta. Terrible, pero no mala.
Se levantó un viento fortísimo, y empezó a llover a cántaros. El agua entraba en la tierra y empapaba a las raíces al mismo tiempo que el viento sacudía a las hojas de un lado para otro.
Fue entonces cuando la tormenta le dijo al árbol: “Eres un tonto, árbol. Ya no eres bonito. Pero no es porque tus hojas estén amarillas, sino porque has perdido la armonía interior. Estáis así porque raíces, tronco y hojas no os dais cuenta de que todos sois lo mismo: sois el árbol. Las raíces pensáis que trabajáis para que otros se aprovechen, sin daros cuenta de que vosotras también sois tronco y sois hojas. Todos sois todo. Sois uno. Y si os separáis, no sois nada. No existís. Si quieres ser lo que eres, tienes que ser uno.”
La tormenta terrible se marchó dejando al árbol sumido en la calma y el silencio.
A la mañana siguiente, alguien despertó muy temprano al tronco. Eran las raíces que habían madrugado y tenían ya un montón de cosas preparadas para todos.
El tronco no podía creer lo que veía y, con lágrimas en los ojos, comenzó a trabajar y a hacer sus cálculos que resultaban más complicados que de costumbre: tal era la cantidad de cosas que había que repartir.
Las hojas empezaron a tomar buen color y, en pocos días, ya estaban preciosas; tanto, que los pájaros volvieron a posarse y la gente volvió a sentarse a su sombra.
Pero lo más bonito es que todos tenían la sensación de que aquél era un árbol completamente nuevo.
vabía una vez un árbol. Era un árbol bastante bonito, con sus raíces, su tronco y sus hojas. Por cierto, que se llevaban muy bien. Las raíces estaban todo el día trabajando, desde la mañana hasta la noche, sin descansar. Se preocupaban de buscar por debajo de la tierra alimentos y agua y muchas cosas más. Cuando veían algo que pudiera servir, lo cogían. Pero no se quedaban con nada. Todo se lo daban al tronco. Y el tronco, gordo y fuerte, que era un sabio administrador, lo repartía proporcionalmente a las hojas después de efectuar unos cálculos complicadísimos.
Las hojas recibían siempre lo que necesitaban y nunca había habido envidias entre ellas. Todas procuraban estar guapísimas y la verdad es que lo conseguían. La gente que pasaba por allí decía: “¡Vaya árbol más guay!” Pero un día las raíces empezaron a pensar: “No hay derecho. Nosotras nos pasamos todo el santo día bajo tierra trabajando para que estas hojas presumidas coqueteen con los pájaros y con todo el que pasa por delante. ¡No, y no! ¡Se acabó! No queremos ser esclavas de nadie.” Y se cruzaron de brazos, y dejaron de trabajar.
El tronco entonces no podía dar nada a las hojas, y éstas empezaron a ponerse pálidas, pálidas y a agachar la cabeza.
El árbol ya no era bonito. Los pájaros ya no venían a posarse en él. La gente ya no se sentaba a su sombra.
Así estaban las cosas cuando sucedió que se desató una terrible tormenta. Terrible, pero no mala.
Se levantó un viento fortísimo, y empezó a llover a cántaros. El agua entraba en la tierra y empapaba a las raíces al mismo tiempo que el viento sacudía a las hojas de un lado para otro.
Fue entonces cuando la tormenta le dijo al árbol: “Eres un tonto, árbol. Ya no eres bonito. Pero no es porque tus hojas estén amarillas, sino porque has perdido la armonía interior. Estáis así porque raíces, tronco y hojas no os dais cuenta de que todos sois lo mismo: sois el árbol. Las raíces pensáis que trabajáis para que otros se aprovechen, sin daros cuenta de que vosotras también sois tronco y sois hojas. Todos sois todo. Sois uno. Y si os separáis, no sois nada. No existís. Si quieres ser lo que eres, tienes que ser uno.”
La tormenta terrible se marchó dejando al árbol sumido en la calma y el silencio.
A la mañana siguiente, alguien despertó muy temprano al tronco. Eran las raíces que habían madrugado y tenían ya un montón de cosas preparadas para todos.
El tronco no podía creer lo que veía y, con lágrimas en los ojos, comenzó a trabajar y a hacer sus cálculos que resultaban más complicados que de costumbre: tal era la cantidad de cosas que había que repartir.
Las hojas empezaron a tomar buen color y, en pocos días, ya estaban preciosas; tanto, que los pájaros volvieron a posarse y la gente volvió a sentarse a su sombra.
Pero lo más bonito es que todos tenían la sensación de que aquél era un árbol completamente nuevo.
Tefymm

El último árbol


En las afueras de la ciudad vivían un chico y una chica. El guardabosque iba a verlos frecuentemente y siempre les llevaba algo del bosque. A veces, los dos niños acompañaban al guardabosque. Recogían las hojas de árboles, agujas de pino y piñas. Luego las dibujaban y colgaban las hojas sobre las paredes del cuarto de estar de su casa.

El viejo guardabosque les contaba muchas historias. Así aprendieron los niños que los abetos crecían en tierras más secas, que los pinos podían vivir en la arena, y que el plátano sufría con los fríos del invierno. Y que el abedul crecía mucho más al norte, en las tierras frías, mientras que el cedro necesitaba las temperaturas templadas de las costas.
—El roble puede vivir cien años —les decía el guardabosque mientras caminaba por el bosque
—. Para los pueblos antiguos era un árbol sagrado. Y el cedro aún puede vivir más años. El rey Salomón construyó su templo con cedros. La madera de estos árboles es muy resistente.
Los niños observaron un cedro gigantesco. Su copa sobresalía por encima de los demás árboles.
—Quizá se deba a la resina —continuó el guardabosque
— La resina hace a la madera más duradera. Nuestros antepasados frotaban los pergaminos con resina de cedro para que lo escrito en ellos se conservase durante muchísimos años.
Se detuvo un momento.
—Antes, los cedros crecían junto al Mediterráneo. En Arabia y en el norte de África había bosques de cedros. Pero los hombres acabaron con ellos. Un día, el alcalde fue a visitar a los niños y vio todos los dibujos que habían hecho. En todas las paredes había dibujos.
—Es la mejor manera de conocer el bosque —dijo satisfecho. Luego, se dirigió al guardabosque:
—En la ciudad hay que construir un nuevo puente. ¿Cómo andas de madera?
El guardabosque sacudió la cabeza.
—Los retoños aún son muy jóvenes y un puente necesita mucha madera. Tendremos que esperar. El alcalde estuvo de acuerdo. Luego, dijo a los niños:
—El bosque nos ayuda a vivir. Por mucho que utilicemos su madera, el bosque no se acaba. ¿Sabéis por qué? Los niños no lo sabían. El alcalde sonrió.
—Porque quien tala un árbol tiene que plantar otro nuevo. Así lo hemos hecho durante muchos años.
El viejo guardabosque asintió.
—Sí, aunque no siempre fue así —dijo.
Y rellenó su pipa, la encendió con una rama fina y comenzó a contar:
«Hace muchos, muchos años, en las afueras de la ciudad vivían dos niños. La niña se llamaba Lea y el niño, Said. Se parecían mucho a vosotros. Vivían en una cabaña y recorrían juntos el bosque. Con el tiempo llegaron a reconocer las diversas especies de árboles. Aprendieron que las agujas de los pinos son más claras que las de los abetos y que cuelgan de las ramas de dos en dos.
Descubrieron que las agujas de los abetos no duran eternamente, sino que se caen a los pocos años, pero vuelven a crecer otras nuevas. Y que las agujas de los cedros, verde oscuras como las de los abetos, no se caen nunca. Said y Lea estaban asombrados. ¡Qué distintos eran unos árboles de otros! Y entonces empezaron ellos mismos a plantar árboles.
Todos los días iban al bosque. Arrancaban con cuidado los pequeños árboles que crecían salvajes entre los grandes troncos y los plantaban en su jardín. Estaban contentos. Se sentían como profesores de una escuela de árboles. Y cuidaban de que sus alumnos no crecieran torcidos.
Por las tardes, cuando el sol rozaba el horizonte, llenaban unas grandes regaderas y daban agua a sus protegidos. Un día, al atardecer, los niños vieron que tres hombres cruzaban el puente. Los tres forasteros fueron a la plaza del mercado y dejaron sus sacos. Dentro había pesados collares de oro y adornos brillantes. Rodaron por todas partes pulseras con ámbar incrustado, perlas, corales y nácar. La gente sintió curiosidad.
¿Qué querrían los comerciantes a cambio de aquellos tesoros?
—Nada de particular, sólo madera —dijeron los extranjeros—. Pero mucha, toda la que podáis conseguir. Si traéis mucha, os daremos aún más joyas. Y también hemos pensado en los niños —añadieron sonrientes—.
Tenemos peladillas, chocolate, caramelos y azúcar cande. La gente miraba aquellos adornos tan caros y todos estaban como hechizados. Brindaron con los extranjeros y bailaron y cantaron sin parar durante toda la noche.
Al día siguiente empezaron a trabajar. Los árboles, unos tras otros, fueron cayendo al suelo. Los golpes de las hachas retumbaban por el bosque. Los tres forasteros estaban contentos. Repartían el oro y la plata y se llevaban la madera.
Así pasó una semana y otra. En el bosque empezaron a aparecer claros y algunas colinas ya se veían peladas. Pero nadie se daba cuenta. Ni nadie tenía tiempo para plantar nuevos retoños. La tierra se volvió áspera y seca. Los arroyos llevaban poca agua y sólo llovía de vez en cuando.
A medida que el bosque clareaba, las arcas de la gente se llenaban de oro, plata, piedras preciosas y alhajas. Los cuellos de las mujeres se doblaban bajo el peso de los collares. Los dientes de los niños ya estaban amarillos, azules, verdes y negros de tantas golosinas. Hacía ya mucho tiempo que Said y Lea habían tirado sus caramelos.
Todas las noches recogían el rocío en unos grandes pañuelos que extendían sobre el suelo. Con el rocío y la poca agua que aún salía de la fuente regaban con cuidado los jóvenes arbolitos de su jardín.
En el lugar en donde antes crecía el bosque, ahora el suelo estaba árido. Y si alguna vez llovía, el agua se evaporaba enseguida. Los pájaros no encontraban sombra alguna y caían extenuados al suelo. Pero la gente seguía cortando madera… Un día, todos se encontraron alrededor de un gran árbol. Iban a empezar con sus sierras y sus hachas, cuando se dieron cuenta de que se trataba del viejo cedro.
El bosque que antes lo rodeaba había desaparecido por completo. El gran cedro era el último árbol que les quedaba. Las colinas se erguían peladas. Detrás se divisaba el desierto.
La gente se asustó.
— ¡Hemos acabado con nuestro bosque! —gritaron—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Pero nadie sabía la respuesta. La tierra se había secado y estaba cuarteada. Un suave vientecillo trajo granos de arena. Las arenas se acercaban cada vez más. Se extendían por todos los alrededores. Se apilaban al pie del cedro.
Amenazaban con invadir la ciudad. Las gentes se arrancaron los collares de perlas de sus cuellos: ¡eran bolas de cristal! Abrieron los cofres: ¡el oro se había convertido en metal corriente; la plata, en mica! Todos estaban rabiosos.
Esperaron a que volvieran los extranjeros, pero éstos no regresaron. A lo lejos, los mercaderes contemplaban lo que quedaba del bosque. Se reían. Tenían la madera y con ella podrían construir muchos barcos. No les importaba que la ciudad se hundiera en la arena. Volvieron la espalda y empezaron a huir. Pero eso no fue fácil: había arena por todas partes.
De repente empezaron a hundirse en una duna. Cada vez se hundían más. Y pronto no quedó de ellos más que un sombrero.
— ¿Qué debemos hacer? —preguntó la gente, ansiosa.
— ¿Cómo podríamos salvarnos del desierto? Entonces Said y Lea les dijeron:
—Tenéis que plantar de nuevo. En nuestro jardín crecen árboles de todas las especies. Podemos trasplantarlos. Empezaremos con los pinos y los cedros, pues la arena no les impide crecer. Y cuando la tierra se haya asentado, traeremos los demás árboles y los plantaremos junto a ellos. Luego recogeremos sus semillas y las enterraremos en el suelo. Con el tiempo tendremos un pequeño bosque. Y volverán a caer el rocío y la lluvia. Pero para eso aún falta mucho tiempo. Primero tenemos que regar los árboles pequeños por la noche, mientras haya agua en la fuente.
La gente admiró a los niños. E hicieron lo que Said y Lea les habían aconsejado. Trabajaron día y noche. Y por fin volvió a llover. Y después de muchos meses lograron tener un pequeño bosque.
Los vecinos respiraron. ¡La ciudad estaba salvada! ¡El bosque crecía! Un día, las gentes llegaron a la cabaña de madera situada al extremo de la ciudad. Despertaron a Said y a Lea y los llevaron al bosque. Allí les dieron las gracias y prometieron cuidar el bosque con cariño. Todos comieron, bebieron y bailaron alrededor del cedro.
Y han cumplido su promesa hasta el día de hoy.»
El viejo guardabosque vació su pipa. El alcalde miró pensativo el fuego. Los dos niños callaban. Luego, preguntaron al guardabosque con curiosidad:
— ¿Quiénes fueron Said y Lea? ¿Los conociste?
El guardabosque sonrió.
—Sí, claro, fueron mis abuelos.


Štĕpán Zavřel