sábado, 3 de diciembre de 2011

El árbol del ruiseñor

Hubo una vez un lindo ruiseñor que hacía su nido en la copa de un gran roble. Todos los días el bosque despertaba con sus maravillosos trinos.
La vida volvía a nacer entre sus ramas. Las hojas crecían y crecían. También lo hacían los polluelos del pequeño pajarito.
Su nido estaba hecho de ramitas y hojas secas.
Algunas ardillas curiosas se acercaban para ver como los polluelos picoteaban el cascarón hasta dejar un hueco en el que poder estirar su cuello. Empujaban con fuerza y lograban salir hacia fuera.
Sus plumitas estaban húmedas. En unas cuantas horas se habrían secado y los nuevos polluelos se sorprenderían de lo que les rodeaba.
El árbol estaba orgulloso de ellos. Él también era envidiado por los demás árboles no sólo por tener al ruiseñor sino por la belleza de su tronco y sus hojas. Era grandioso verlo en primavera.
Al llegar el otoño, las hojitas de los árboles volaban hacia el suelo. Con gran tristeza caían, pero el viento las mimaba y las dejaba caer con suavidad. Al pasar el tiempo éstas serían el abono para las nuevas plantas.
Al ruiseñor le gustaba jugar entre sombra y sombra. Revoloteaba haciendo piruetas, buscando la luz y cuando un rayo de sol iluminaba sus plumas, unas lindas notas musicales acompañaban su alegría y la de sus polluelos.

Un día un hongo fue a vivir con él. Ya lo conocía de antes se llamaba Dedi, bueno, tenía un nombre muy raro, pero ellos le llamaban así.

El roble comenzó a sentirse enfermito, tenía muchos picores y su piel se arrugaba.
De vez en cuando le corría un cosquilleo por el tronco.
Estaba un poco descolorido, ni siquiera tenía ganas de que los ciempiés jugaran alrededor de sus raíces.
Él hongo estaba celoso del árbol y de su amistad con el ruiseñor.
Pensó que si le enfermaba, el ruiseñor le haría mas caso a él, envidioso de su amor no le importó hacerle sufrir.
Los demás animales convencieron al hongo para que abandonara al árbol. Así conseguiría, ser su amigo pero nunca por la fuerza.
A partir de aquel día siempre se juntaban para ver amanecer.

El hongo aprendió una gran lección, su poder y su fuerza debía utilizarlas, para algo bueno, para crear, no para destruir

Marisa Moreno

El árbol del orgullo

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

FIN

G.K. Chesterton

Los árboles son grises

La gata fue donde su dueña Natalia, quien vivía en su granja con sus abuelos y sus tíos. Esta gata gris era muy especial puesto que en algún pasado trato de salvar la vida de Natalia y sus padres, lastimosamente solo Natalia sobrevivió. Desde aquel día la conexión que hubo entre la gata y Natalia fue única, ambas dormían juntas, caminaban, comían, jugaban y en fin toda actividad lo hacían juntas.
Con el paso del tiempo Natalia creció y la gata gris envejeció, aunque Natalia tuvo sus amoríos nunca dejo a un lado a su gata gris. Un día una anciana toco la puerta de la granja, su tío se llevó una gran sorpresa al atender la puerta, era la mejor amiga de la mamá de Natalia, camino hacia la sala y se sentó junto a la familia, furiosa les lamento la muerte de su mejor amiga, furiosa lo hizo porque reclamo el hecho de que no le habían comentado lo sucedido con la mama de Natalia, la abuela trato de calmarla pero esto hizo que la amiga se enfurezca mas, soltando diablos la anciana reclamaba más fuerte y comenzó una riña entre ella y la familia. De repente apareció Natalia con su gata gris, la anciana miro a la gata y aseguro que algún día la mama de Natalia le había legado su gata gris cuando ella falleciera, Natalia indispuesta a creer esto se negó a entregar su fiel mascota a dicha anciana, la anciana se marcho furiosa y en son de amenaza.
Días después volvió la anciana junto con su esposo quien era militar y una tropa de policías dispuestos a hacer cualquier cosa por recuperar a la gata gris, Natalia se encerró en su cuarto junto con la gata pero un grupo de policías subía por la ventana para atraparlos, amenazaban con matar a Natalia, la gata comprendió la situación y al sentirse culpable se despojo de los brazos de su dueña brinco por la ventana eludiendo a todo policía y obstáculo que se le atravesara corriendo por la pradera, con ánimos de suicidio se golpeo contra un auto de policía, terminando con su vida. Después Natalia muy triste tomo el cadáver de su gatita gris y lo enterró bajo el único nogal que adornaba el patio, tanta fue la pena de la gata y de Natalia que el árbol se torno gris y acompaño durante generaciones a aquella familia. Lo que nunca se sabrá es por qué la anciana quería tanto a esa gata y por qué la familia de Natalia nunca la defendió de la anciana.

Fer Salami

El árbol de Enebro

Fue hace mucho tiempo, unos siglos atrás, en que había un hombre rico que tenía una esposa hermosa y piadosa, y se amaban mucho. Ellos no tenían, sin embargo, ningun niño, aunque los deseaban para ellos muchísimo, y la mujer rezaba por ellos día y noche, pero de todos modos no llegaba ninguno. Ahora bien, había un patio delante de su casa en el cual había un árbol de enebro, y un día de invierno la mujer estaba de pie bajo él, pelando una manzana, y mientras  pelaba la manzana se cortó su dedo, y la sangre cayó en la nieve.
-"¡Ay!,"- dijo la mujer, y suspiró profundamente, y miró la sangre ante ella, y se sintió la más infeliz, -"¡Ay, si yo tuviera siquiera un niño tan rojo como la sangre y tan blanco como la nieve!"-
Y mientras así hablaba, de pronto se sintió completamente feliz en su mente, y sintió justo como si eso iba a pasar. Entonces entró en la casa y un mes después la nieve se había ido, y a los dos meses todo era verde, y a los tres meses, todas las flores salieron de la tierra, y tras cuatro meses, todos los árboles de  madera se pusieron más gruesos, y las ramas verdes quedaron todas estrechamente entrelazadas, y las aves cantaron hasta que la madera resonara y las flores se cayeron de los árboles, entonces el quinto mes pasó y ella se paró bajo el árbol de enebro, que olía tan dulcemente que su corazón saltaba, y ella cayó de rodillas y estaba fuera de sí llena de alegría, y cuando el sexto mes vino, la fruta era grande y fina, y ella llegaba allí siempre, y al séptimo mes ella intentó agarrar las enebrinas y las comió avariciosamente, entonces se puso enferma y dolorosa, y pasado el octavo mes, ella llamó a su marido, y lloró y le dijo,
-"Si muero, entonces sepúltame bajo el árbol de enebro."-
Ella quedó completamente consolada y feliz hasta que el próximo mes hubo pasado, y tuvo a un niño tan blanco como la nieve y tan rojo como la sangre, y cuando ella lo contempló, estuvo tan encantada que ahí mismo murió.
Entonces su marido la sepultó bajo el árbol de enebro, y él comenzó a llorarla;  después de algún tiempo él se tranquilizó, y aunque él todavía la lloraba, podía aguantarlo, y después de algún tiempo más largo él tomó a otra esposa. Con la segunda esposa él tuvo a una hija, pero el niño de la primera esposa seguía siendo un niño tan rojo como la sangre y tan blanco como la nieve.
Cuando la mujer tuvo a su hija la amó muchísimo y la llamó Marlinchen, pero al mirar al pequeño muchacho le pareció partirle el corazón, ya que un celoso  pensamiento entró en su mente de que él siempre se interpondría en su camino, y ella contínuamente  pensaba como podría conseguir toda la fortuna para su hija, y el Diablo llenó su mente con todo eso hasta que ella se puso completamente furiosa con el pequeño muchacho, y le daba palmadas y lo abofeteaba, y el infeliz niño estuvo en un terror continuo, ya que cuando salía de la escuela no tenía ninguna paz en ningún momento.
Un día la mujer había ido arriba a su cuarto, y su pequeña hija subió también, y dijo, 
-"Madre, dame una manzana."-
-"Sí, hija,"- dijo la mujer, y le dio una manzana fina de un baúl.
Pero nadie sabía que el baúl tenía una gran especial cualidad: cualquier cosa que cayera completamente dentro de él, y al cerrarlo, se transformaba en un puñado de manzanas finas. 
-"¿Madre,"- dijo la pequeña hija, -"no podría mi hermano tener una también?"-
Esto hizo enojar a la mujer, quien dijo, 
-"Sí, cuando regrese de la escuela."-
Y cuando ella vio por la ventana que él ya venía, fue exactamente como si el Diablo hubiera entrado dentro de ella, y arrebató a su hija la manzana y dijo,
-"No vas a tener ninguna antes que tu hermano. Ve a la cocina y pon a calentar agua"-
Entonces ella lanzó la manzana al baúl, y lo cerró. En eso el muchacho llegó a la puerta, y el Diablo la hizo decir amablemente, 
-"Hijo, ¿Quieres manzana?"- y ella lo miró terriblemente. 
-"¡Madre"-, dijo el muchacho, "que terriblemente me mira usted! Sí, déme una manzana."-
Entonces pareció como si ella fuera obligada a decirle, 
-"Ven conmigo,"- y abrió la tapa del baúl y dijo, 
-"Saca una manzana para ti."- 
y mientras el pequeño muchacho se inclinaba hacia adentro, el Diablo la hizo empujarlo completamente, y ¡pum! cerró la tapa, y el baúl se llenó de exquisitas manzanas con su piel roja como la sangre y con su pulpa blanca como la nieve. Entonces ella reaccionó y quedó abrumada con el terror, y pensó, 
-"Debo buscar una excusa para esto."-
Entonces bajó a la cocina y le dijo a Marlinchen:
-"Tráeme una bolsa de manzanas. Voy a hacer un pastel."-
Ella subió y tomó las manzanas, pero no vio a su hermano y lo buscó pero no lo encontró por ningún lado. Entonces le preguntó a su madre sobre él, y le contestó,
-"El muy estúpido se agachó tanto dentro del baúl, que cayó completamente y al cerrarse la tapa, quedó convertido en manzanas."-
La niña, que en realidad lo amaba, se conmovió muchísimo y lloró y lloró amargamente.
Y la madre tomó las manzanas y junto con un poco de harina y miel, hizo un grande y dulce pastel de manzanas.
Entonces el padre regresó a casa, y se sentó a cenar y dijo, 
-"¿Pero dónde está mi hijo?"
Y la madre le sirvió un gran plato del pastel de manzanas, y Marlinchen lloró y lloró y no podía acabar. Entonces el padre otra vez dijo, 
-"¿Pero dónde está mi hijo?"-
-"Ah,"- dijo la madre, -"él se ha ido a través del país donde su tioabuelo materno; él se quedará allí un tiempo."-
-"¿Y qué va a hacer él allá? Ni siquiera me dijo hasta luego."-
-"Él quiso ir, y me preguntó si podría quedarse seis semanas, él será bien  cuidado allá."-
 -"Ah,"- dijo el hombre, -"me siento tan infeliz, no sea que todos no debieran tener razón. Él debería haberme dicho hasta luego."-
Con eso él comenzó a comer y dijo, 
-"Marlinchen, ¿por qué estás llorando? Tu hermano volverá seguramente."-
Entonces él dijo, 
-"Oh, esposa, que delicioso es este pastel, dame un poco más."-
Y cuanto más comía, más apetecía, y entonces dijo, 
-"Dame más, ustedes no tendrán ninguna pieza. Siento como si todo tiene que ser mío."
Y él comió y comió y lanzaba las migajas bajo la mesa, hasta que terminó con todo. Pero Marlinchen se marchó a su tocador, y tomó su mejor pañuelo de seda del ajuar, y recogió todas las migajas que estaban debajo de la mesa, y las amarró en su pañuelo de seda, y las llevó fuera de la puerta bajo el árbol de enebro, sollozando con lágrimas de sangre. Entonces el árbol de enebro comenzó a moverse, y las ramas se separaban y se juntaban, justo como si alguien estuviera alegre aplaudiendo con sus manos.
Al mismo tiempo una niebla pareció provenir del árbol, y en el centro de esta niebla había como un fuego que rodeó al pañuelo con las migajas, y una ave hermosa salió del fuego cantando  magníficamente, y voló alto en el aire, y cuando ya se había ido, el árbol de enebro quedó como había estado antes, y el pañuelo con las migajas ya no estaba allí. Marlinchen, sin embargo, se sintió alegre y feliz como si su hermano estuviera todavía vivo. Y entró alegremente en la casa, y se sentó a la mesa y comió tranquila.
Pero el ave que se fue volando se posó en el techo de la casa de un orfebre, y comenzó a cantar,
-"Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
El orfebre estaba sentado en su taller haciendo una cadena de oro, cuando él oyó al ave que estaba sentada y cantando en su azotea, le pareció muy hermosa la canción. Él se levantó, pero cuando avanzó perdió una de sus zapatillas. Sin embargo siguió derecho hacia el centro de la calle con un zapato y un calcetín; él tenía su delantal puesto, y en una mano tenía la cadena de oro y en la otra las tenazas, y el sol brillaba esplendorosamente en la calle.
Entonces él fue directamente hacia el ave, y se estuvo quieto, y dijo al ave,
-"¡Ave, qué maravillosamente cantas! ¡Cántame esa pieza otra vez. ¡"-
-"No,"- dijo el ave, -"¡no la cantaré dos veces por nada a cambio! Dame la cadena de oro, y luego la cantaré otra vez para ti."-
-"Ahí la tienes"-, dijo que el orfebre, "ahí está la cadena de oro para ti, ahora cántame aquella canción otra vez."-

Entonces el ave vino y tomó la cadena de oro en su garra derecha, y fue y se sentó delante del orfebre, y cantó,
-"Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
Entonces el ave se fue volando a donde un zapatero, se posó en su azotea y cantó, -"Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
El zapatero oyó aquello y corrió afuera en mangas de camisa, y alzó la vista hacia su azotea, y se vio obligado a sostener su mano ante sus ojos no sea que el sol pudiera cegarlo.
-"¡Ave"-, dijo él, "qué maravillosamente cantas tú!"
Entonces él llamó desde su puerta a su esposa,
-"Esposa, sólo ven afuera, hay un ave, mira a aquella ave, simplemente canta precioso."
También llamó a su hija y demás niños, y aprendices, muchachos y muchachas, y todos ellos vinieron calle arriba a mirar al ave y ver lo hermoso que era, y que finas plumas rojas y verdes tenía, y su cuello era como oro verdadero, y como los ojos en su cabeza brillaban como estrellas.
-"Ave"-, dijo el zapatero, -"ahora cántame aquella canción otra vez."-
 -"No,"- dijo la ave, -"no canto dos veces por nada a cambio; debes de darme algo."-
-"Esposa"-, dijo el hombre, -"ve al desván, sobre el anaquel superior hay un par de zapatos rojos, tráelos."
Entonces la esposa fue y trajo los zapatos.  -"Ahí tienes, ave,"- dijo el hombre, -"ahora cántame esa pieza otra vez."- Entonces el ave vino y tomó los zapatos en su garra izquierda, y voló a la azotea, y cantó,
-"Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
Y cuando hubo cantado todo se fue volando. En su garra derecha tenía la cadena y los zapatos en su izquierda, y entonces voló hacia un molino, y el molino sonaba,
-"klipp klapp, klipp klapp, klipp klapp,"-
y en el molino estaban sentados veinte hombres del molinero que tallaban una piedra, y cortaban, y se oía,
-"hick hack, hick hack, hick hack,"-
y el molino seguía con su
-"klipp klapp, klipp klapp, klipp klapp."-
Entonces el ave fue y se sentó en un limero agrio que estaba plantado delante del molino, y cantó,
- "Mi madre me transformó,"-
Entonces uno de los hombres paró su trabajo.
-"Mi padre me comió,"-
Y ahora dos más dejaron su trabajo para oír aquello.
-"Mi hermana, la pequeña Marlinchen,"-
Entonces cuatro más pararon
-"Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,"-
Ahora sólo ocho trabajaban,
-"Las puso bajo el árbol de enebro,"-
y ahora sólo laboran cuatro,
-"¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo!"-
entonces el que quedaba paró y oyó las últimas palabras.
-"¡Ave"-, dijo él, -"qué maravillosamente cantas! Permíteme también oírlo todo. Canta eso una vez más para mí."-
-"No,"- dijo el ave, -"no cantaré dos veces por nada a cambio. Déme la piedra de molino, y luego lo cantaré otra vez."-
-"Sí,"- dijo él, -"si sólo me perteneciera a mí, la tendrías."
-"Sí,"- dijeron los demás, -"si él canta otra vez la tendrá."-
Entonces el ave bajó, y los veinte molineros con una viga levantaron la piedra. Y el ave pasó su cuello por el agujero, y se puso la piedra como si fuera un collar, y voló al árbol otra vez, y cantó,
-"Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
Y cuando hubo hecho el canto, extendió sus alas, y en su garra derecha tenía la cadena, y en su izquierda los zapatos, y alrededor de su cuello la piedra de molino, y voló lejos a la casa de su padre. Alrededor de la mesa estaban sentados el padre, la madre, y Marlinchen con la cena, y el padre dijo,
-"¡Cuan sereno me siento, que feliz estoy!"-
-"Yo no,"- dijo la madre, "me siento tan incómoda, justo como si una tormenta pesada se aproximara."
Marlinchen, sin embargo, lloraba y lloraba, y en eso llegó volando el ave, y cuando se posó en la azotea el padre dijo,
-"Ah, me siento tan realmente feliz, y el sol brilla maravillosamente afuera, siento justo como que estoy a punto de ver a algún viejo amigo otra vez."-
-"Yo no,"- dijo la mujer, -"me siento tan preocupada, mis dientes tiemblan, y parezco tener fuego en mis venas."-
Y ella rasgó sus ropas por la preocupación, pero Marlinchen se sentó llorando en una esquina, y sostenía su plato ante sus ojos y lloró hasta que él quedó  completamente mojado. Entonces el ave se sentó en el árbol de enebro y cantó,
-"Mi madre me transformó,"-

Entonces la madre detuvo sus oídos, y cerró sus ojos, y no veía ni oía, pero había un rugido en sus oídos como la tormenta más violenta, y sus ojos ardían y brillaban como relámpagos,
-"Mi padre me comió,"-

-"¡Oh, madre,"- dice el hombre, -"es una ave hermosa! Canta tan maravillosamente, y el sol brilla tan bello, y hay un olor justo como el de la  canela."
-"Mi hermana, la pequeña Marlinchen,"-
Entonces Marlinchen puso su cabeza en sus rodillas y lloró sin cesar, pero el hombre dijo,
-"Iré afuera, debo ver al ave bien cerca."-
-"Oh no, yo no voy,"- dijo la mujer, -"siento como si la casa entera temblara y estuviera en llamas."-
 Pero el hombre salió y miró al ave:
-"Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "

En esto el ave dejó caer la cadena de oro, y cayó exactamente alrededor del cuello del hombre, y tan exactamente que le calzó maravillosamente. Entonces él entró y dijo, 
-"¡Sólo miren qué ave tan fina es, y que bella cadena de oro me ha dado, y qué bello es él!" Pero la mujer estaba aterrorizada, y cayó al suelo, y su gorra se desprendió de su cabeza. Entonces el ave cantó una vez más,
-"Mi madre me transformó,"-

-"¡Estuviera yo mil pies bajo tierra para no oír esto!"- decia la mujer.
-"Mi padre me comió,"-

Entonces la mujer cayó al suelo otra vez como si estuviera muerta.
-"Mi hermana, la pequeña Marlinchen,"-
-"Ah,"- dijo Marlinchen, -"también saldré y veré si el ave me da algo,"- y salió.
-"Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,"-

Entonces él ave le lanzó los zapatos.
"Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo! "
Entonces ella se puso alegre y feliz, y se puso los nuevos zapatos rojos, y bailó y saltó dentro de la casa.
-"Ah"-, dijo ella, -"yo estaba tan triste cuando salí y ahora estoy tan alegre; ¡es una ave espléndida, él me ha dado un par de zapatos rojos! ¡"-
-"Bien,"- dijo la mujer, y se paró sobre sus pies y su pelo se levantó como llamas de fuego, -"¡Siento como si el mundo viene a un final! También, saldré y veré si mi corazón se siente ligero."-
Y cuando ella salió a la puerta, ¡pun! el ave lanzó hacia abajo la piedra de molino sobre ella, y quedó toda maltratada. El padre y Marlinchen oyeron lo que había pasado, y humo, llamas, y fuego se elevaban del lugar, y cuando todo eso terminó, apareció vivo el pequeño hermano, y él tomó a su padre y a Marlinchen de la mano, recogieron y vendaron a la resquebrajada mujer, quien en adelante ya no pudo valerse por sí misma quedando totalmente arrepentida de sus actos, y padre, niño y niña quedaron felices y alegres, y entraron en la casa a la cena, y comieron serenamente. Y el baúl de las manzanas fue destruido.
 Enseñanza:
Nunca se debe de actuar mal con nadie, mucho menos con quienes dependen de nosotros.

Hermanos Grimm

El árbol mágico

Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo centro encontró un árbol con un cartel que decía: soy un árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trató de acertar el hechizo, y probó con abracadabra, tan-ta-ta-chán, supercalifragilisticoespialidoso y muchas otras, pero nada. Rendido, se tiró suplicante, diciendo: “¡¡por favor, arbolito!!”, y entonces, se abrió una gran puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel que decía: “sigue haciendo magia”. Entonces el niño dijo “¡¡Gracias, arbolito!!”, y se encendió dentro del árbol una luz que alumbraba un camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del mundo, y por eso se dice siempre que “por favor” y “gracias”, son las palabras mágicas

 Pequeocio

Entre pinos me ví un día

Cuando los leñadores creyeron que mi tronco ya era seco apuntaron amenazantes con su hacha, sentí el primer golpe y la herida desparramó trozos de corteza.
Una y otra vez alternaron el viaje con su herramienta, sin remordimiento tasajearon mi lineal figura y horadaron cerca de la raíz. El fin era inminente y pronto los fragmentos de mi otrora corpulenta estructura estarían apilados en un lado de la caballeriza. La rama vecina más cercana al espigado y redondo troncón se cimbraba quejumbrosa simulando un azoro poco usual.
Mi llanto chorreaba en forma de gotas de trementina pegajosa y tres veces me llegó el deseo de embarrar la cara y los cabellos del par de despiadados taladores, tan cuidadosos que limpiaban la transparente y melosa brea cuando se acumulaba en el grueso metal. Y las tres veces me quedé con las ganas, por supuesto. Al parecer no estaba tan maduro. Grité desaforado suplicando compasión pero de los nudos no salió un solo tono.
Acaso los únicos ruidos fueron los secos, sordos porrazos disminuyendo poco a poco el grosor de la viga: taz, taz, taz, podía oírse a diez potreros a la redonda pero no vislumbraba auxilio por ninguna parte.
Los minutos eran eternos. La escasa vida ahuyentaba los alientos, que parecían elevarse en una vegetal plegaria a la diosa de las coníferas, que cerró sus oídos aceptando mi impotencia. Qué descanso. El sudor mojaba la frente de los humanos y yo exhalaba dificultosamente aprovechando el tiempo en que desdoblaban el paliacate colorado y el instante en que lo guardaban en la bolsa trasera de su pantalón de mezclilla.
Y disfrutaba los minutos que tardaban en absorber el humo de unos tubos cilíndricos y blancos, apestosos como la boñiga de las vacas que habían hecho de mi poca sombra su lugar de momentáneo reposo en tanto que rumiaban placenteras. Antes, en la mocedad, mi cuerpo apenas tomaba forma y los humanos de corta edad me doblaban, groseros, casi hasta el suelo, pero la delgada vara que era mi tronco parecía chicle.
Me acuerdo complacido que en más de una vez devolví con furia un recto a sus espaldas en venganza por la crueldad con que me trataban. Y fui creciendo, anillo tras anillo, año tras año, en un olvidado rincón del potrero de la siembra. En los otoños mis agujas caían formando un colchón de suave hojarasca, todas las temporadas, empujadas por las otras, verdes y nuevas, prestas a estrenar con júbilo cada invierno.
La fría temporada en Wachochi trajo consigo, en la vuelta de los años, verdaderas avalanchas de limpios copos de nieve que acumulándose en mis ramas dormían de noche para seguir su destino en el más próximo mediodía: caer de súbito humedeciendo la tierra. Y fui produciendo wícharas, piñas pues, aportando cuando debía la semilla para nuevos congéneres, que brotaban insignificantes y flacuchos abrazando mi reducido pero compartible espacio.
Taz, taz, taz. La abertura en forma de ve empequeñecía con cada hachazo la esperanza de seguir plantado, pegado a una tierra que por años, décadas, me dio alimento. Los atinados golpes dejaban acumular una gruesa capa de cáscaras alrededor mío y presentía que el punto de apoyo debilitaba mi fuerza y doblaba mi estructura.
Cuando llegó el momento y las hachas dejaron de penetrarme percibí un preciso empellón y caí cuan largo era, al tiempo que quieto reposaba de la brutal estremecida. Creyendo que los hombres aquellos continuarían con su despiadada tarea resignado esperé minuto a minuto, día a día y nada.
Allí quedé tendido, con la fortaleza de antaño hecha trizas, viendo con cierta nostalgia cómo las ramas fueron secándose en un acto de solidaridad envidiable.
Que una parte de mí muriera y las demás decidieran hacer lo mismo tranquilizó mis angustias y convencido de mi utilidad como alimento para las estufas vecinas me abandoné en el llano de los olvidos.

Humberto Quezada

El último árbol

En las afueras de la ciudad vivían un chico y una chica. El guardabosque iba a verlos frecuentemente y siempre les llevaba algo del bosque. A veces, los dos niños acompañaban al guardabosque. Recogían las hojas de los árboles, agujas de pino y piñas. Luego las dibujaban y colgaban las hojas sobre las paredes del cuarto de estar de su casa.

El viejo guardabosque les contaba muchas historias. Así aprendieron los niños que los abetos crecían en tierras más secas, que los pinos podían vivir en la arena, y que el plátano sufría con los fríos del invierno. Y que el abedul crecía mucho más al norte, en las tierras frías, mientras que el cedro necesitaba las temperaturas templadas de las costas.
—El roble puede vivir cien años —les decía el guardabosque mientras caminaba por el bosque
—. Para los pueblos antiguos era un árbol sagrado. Y el cedro aún puede vivir más años. El rey Salomón construyó su templo con cedros. La madera de estos árboles es muy resistente.
Los niños observaron un cedro gigantesco. Su copa sobresalía por encima de los demás árboles.
—Quizá se deba a la resina —continuó el guardabosque
— La resina hace a la madera más duradera. Nuestros antepasados frotaban los pergaminos con resina de cedro para que lo escrito en ellos se conservase durante muchísimos años.
Se detuvo un momento.
—Antes, los cedros crecían junto al Mediterráneo. En Arabia y en el norte de África había bosques de cedros. Pero los hombres acabaron con ellos. Un día, el alcalde fue a visitar a los niños y vio todos los dibujos que habían hecho. En todas las paredes había dibujos.
—Es la mejor manera de conocer el bosque —dijo satisfecho. Luego, se dirigió al guardabosque:
—En la ciudad hay que construir un nuevo puente. ¿Cómo andas de madera?
El guardabosque sacudió la cabeza.
—Los retoños aún son muy jóvenes y un puente necesita mucha madera. Tendremos que esperar. El alcalde estuvo de acuerdo. Luego, dijo a los niños:
—El bosque nos ayuda a vivir. Por mucho que utilicemos su madera, el bosque no se acaba. ¿Sabéis por qué? Los niños no lo sabían. El alcalde sonrió.
—Porque quien tala un árbol tiene que plantar otro nuevo. Así lo hemos hecho durante muchos años.
El viejo guardabosque asintió.
—Sí, aunque no siempre fue así —dijo.
Y rellenó su pipa, la encendió con una rama fina y comenzó a contar:
«Hace muchos, muchos años, en las afueras de la ciudad vivían dos niños. La niña se llamaba Lea y el niño, Said. Se parecían mucho a vosotros. Vivían en una cabaña y recorrían juntos el bosque. Con el tiempo llegaron a reconocer las diversas especies de árboles. Aprendieron que las agujas de los pinos son más claras que las de los abetos y que cuelgan de las ramas de dos en dos.
Descubrieron que las agujas de los abetos no duran eternamente, sino que se caen a los pocos años, pero vuelven a crecer otras nuevas. Y que las agujas de los cedros, verde oscuras como las de los abetos, no se caen nunca. Said y Lea estaban asombrados. ¡Qué distintos eran unos árboles de otros! Y entonces empezaron ellos mismos a plantar árboles.
Todos los días iban al bosque. Arrancaban con cuidado los pequeños árboles que crecían salvajes entre los grandes troncos y los plantaban en su jardín. Estaban contentos. Se sentían como profesores de una escuela de árboles. Y cuidaban de que sus alumnos no crecieran torcidos.
Por las tardes, cuando el sol rozaba el horizonte, llenaban unas grandes regaderas y daban agua a sus protegidos. Un día, al atardecer, los niños vieron que tres hombres cruzaban el puente. Los tres forasteros fueron a la plaza del mercado y dejaron sus sacos. Dentro había pesados collares de oro y adornos brillantes. Rodaron por todas partes pulseras con ámbar incrustado, perlas, corales y nácar. La gente sintió curiosidad.
¿Qué querrían los comerciantes a cambio de aquellos tesoros?
—Nada de particular, sólo madera —dijeron los extranjeros—. Pero mucha, toda la que podáis conseguir. Si traéis mucha, os daremos aún más joyas. Y también hemos pensado en los niños —añadieron sonrientes—.
Tenemos peladillas, chocolate, caramelos y azúcar cande. La gente miraba aquellos adornos tan caros y todos estaban como hechizados. Brindaron con los extranjeros y bailaron y cantaron sin parar durante toda la noche.
Al día siguiente empezaron a trabajar. Los árboles, unos tras otros, fueron cayendo al suelo. Los golpes de las hachas retumbaban por el bosque. Los tres forasteros estaban contentos. Repartían el oro y la plata y se llevaban la madera.
Así pasó una semana y otra. En el bosque empezaron a aparecer claros y algunas colinas ya se veían peladas. Pero nadie se daba cuenta. Ni nadie tenía tiempo para plantar nuevos retoños. La tierra se volvió áspera y seca. Los arroyos llevaban poca agua y sólo llovía de vez en cuando.
A medida que el bosque clareaba, las arcas de la gente se llenaban de oro, plata, piedras preciosas y alhajas. Los cuellos de las mujeres se doblaban bajo el peso de los collares. Los dientes de los niños ya estaban amarillos, azules, verdes y negros de tantas golosinas. Hacía ya mucho tiempo que Said y Lea habían tirado sus caramelos.
Todas las noches recogían el rocío en unos grandes pañuelos que extendían sobre el suelo. Con el rocío y la poca agua que aún salía de la fuente regaban con cuidado los jóvenes arbolitos de su jardín.
En el lugar en donde antes crecía el bosque, ahora el suelo estaba árido. Y si alguna vez llovía, el agua se evaporaba enseguida. Los pájaros no encontraban sombra alguna y caían extenuados al suelo. Pero la gente seguía cortando madera… Un día, todos se encontraron alrededor de un gran árbol. Iban a empezar con sus sierras y sus hachas, cuando se dieron cuenta de que se trataba del viejo cedro.
El bosque que antes lo rodeaba había desaparecido por completo. El gran cedro era el último árbol que les quedaba. Las colinas se erguían peladas. Detrás se divisaba el desierto.
La gente se asustó.
— ¡Hemos acabado con nuestro bosque! —gritaron—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Pero nadie sabía la respuesta. La tierra se había secado y estaba cuarteada. Un suave vientecillo trajo granos de arena. Las arenas se acercaban cada vez más. Se extendían por todos los alrededores. Se apilaban al pie del cedro.
Amenazaban con invadir la ciudad. Las gentes se arrancaron los collares de perlas de sus cuellos: ¡eran bolas de cristal! Abrieron los cofres: ¡el oro se había convertido en metal corriente; la plata, en mica! Todos estaban rabiosos.
Esperaron a que volvieran los extranjeros, pero éstos no regresaron. A lo lejos, los mercaderes contemplaban lo que quedaba del bosque. Se reían. Tenían la madera y con ella podrían construir muchos barcos. No les importaba que la ciudad se hundiera en la arena. Volvieron la espalda y empezaron a huir. Pero eso no fue fácil: había arena por todas partes.
De repente empezaron a hundirse en una duna. Cada vez se hundían más. Y pronto no quedó de ellos más que un sombrero.
— ¿Qué debemos hacer? —preguntó la gente, ansiosa.
— ¿Cómo podríamos salvarnos del desierto? Entonces Said y Lea les dijeron:
—Tenéis que plantar de nuevo. En nuestro jardín crecen árboles de todas las especies. Podemos trasplantarlos. Empezaremos con los pinos y los cedros, pues la arena no les impide crecer. Y cuando la tierra se haya asentado, traeremos los demás árboles y los plantaremos junto a ellos. Luego recogeremos sus semillas y las enterraremos en el suelo. Con el tiempo tendremos un pequeño bosque. Y volverán a caer el rocío y la lluvia. Pero para eso aún falta mucho tiempo. Primero tenemos que regar los árboles pequeños por la noche, mientras haya agua en la fuente.
La gente admiró a los niños. E hicieron lo que Said y Lea les habían aconsejado. Trabajaron día y noche. Y por fin volvió a llover. Y después de muchos meses lograron tener un pequeño bosque.
Los vecinos respiraron. ¡La ciudad estaba salvada! ¡El bosque crecía! Un día, las gentes llegaron a la cabaña de madera situada al extremo de la ciudad. Despertaron a Said y a Lea y los llevaron al bosque. Allí les dieron las gracias y prometieron cuidar el bosque con cariño. Todos comieron, bebieron y bailaron alrededor del cedro.
Y han cumplido su promesa hasta el día de hoy.»
El viejo guardabosque vació su pipa. El alcalde miró pensativo el fuego. Los dos niños callaban. Luego, preguntaron al guardabosque con curiosidad:
— ¿Quiénes fueron Said y Lea? ¿Los conociste?
El guardabosque sonrió.
—Sí, claro, fueron mis abuelos.
Fin
Štĕpán Zavřel 


El árbol que perdió su infancia

Pinto era un pino de Oregón que, desde pequeño, soñaba con ser grande. Su especie llegaba a alcanzar los sesenta metros.
Le habían dicho que la vista desde las grandes alturas era maravillosa.
Sus amigos le mostraban distintas bellezas naturales, pequeñas plantas, flores, insectos, grandes animales y hasta personas, pero no les prestaba atención; iba creciendo y siempre sucedía lo mismo, lo único que le interesaba era lograr una gran altura.
Al llegar a la estatura deseada, confirmó que el panorama desde tan alto era espectacular.
En las conversaciones con sus amigos, escuchaba cosas muy extrañas para él, hablaban de chicos jugando a la pelota, de perros que corrían, de abejas que se posaban sobre las flores, y cantidades de comentarios sobre seres que no llegaba a distinguir desde allá arriba.
Pero ya no pudo bajar para conocerlos, se los había perdido mientras esperaba llegar bien alto.

El futuro es para soñar; el presente, para disfrutar.

Gustabo Fingier

La soberbia del árbol

Dicen que hace muchísimo tiempo a los árboles no se les caían las hojas Y sucedió que un anciano iba vagando por el mundo desde joven, su propósito era conocerlo todo. Al final estaba muy pero que muy cansado de subir y bajar montañas atravesar ríos, praderas y andar y andar

De manera que decidió subir a la más alta montaña del mundo, desde donde, quizás, podría ver y conocerlo todo antes de morir.

Lo malo es que la montaña era tan alta que para llegar a la cumbre había que atravesar las nubes y subir más alto que ellas. Tan alta que casi podía tocar la luna con la mano extendida.

Pero al llegar a lo más alto, comprobó que solo podía distinguir un mar de nubes por debajo suyo y no el mundo que deseaba conocer.

Resignado decidió descansar un poco antes de continuar con su viaje.

Siguió andando hasta que encontró un árbol gigantesco. Al sentarse a su gran sombra no pudo menos que exclamar:
—¡Los dioses deben protegerte, pues ni la ventisca ni el huracán han podido abatir tu grandioso tronco ni arrancar una sola de tus hojas!
—Ni mucho menos, —contestó el árbol sacudiendo sus ramas con altivez y produciendo un gran escándalo con el sonido de sus hojas—, el maligno viento no es amigo de nadie, ni perdona a nadie, lo que ocurre es que yo soy más fuerte y hermoso. El viento se detiene asustado ante mí, no sea que me enfade con él y lo castigue, sabe bien que nada puede contra mí.
El anciano se levantó y se marchó, indignado de que algo tan bello pudiese ser tan necio como lo era ese árbol.

Al rato el cielo se oscureció y la tierra parecía temblar
Apareció el viento en persona: —¿Qué tal arbolito? —rugió el viento—, así que no soy lo bastante potente para ti, y te tengo miedo? ¡Ja, ja, ja!
Al sonido de su risa todos los arboles del bosque se inclinaron atemorizados.
—Has de saber que si hasta ahora te he dejado en paz ha sido porque das sombra y cobijo al caminante, ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía.
—Pues mañana a la luz del sol tendrás tu castigo, para que todos vean lo que les ocurre a los soberbios, ingratos y necios.
—Perdón, ten piedad, no lo haré más.
—¡Ja, ja, ja, de eso estoy seguro, ja, ja ja!

Mientras transcurría la noche el árbol meditaba sobre la terrible venganza del viento. Hasta que se le ocurrió un remedio que quizás le permitiese sobrevivir a la cólera del viento.
Se despojó de todas sus hojas y flores. De manera que a la salida del sol, en vez de un árbol magnífico, rey de los bosques, el viento encontró un miserable tronco, mutilado y desnudo.

Al verlo, el viento se echó a reir, cuando pudo parar le dijo así al árbol:
—En verdad que ahora ofreces un espectáculo triste y grotesco. Yo no hubiese sido tan cruel, que mayor venganza para el orgullo que la que tu mismo te has infringido, de ahora en adelante, todos los años tu y tus descendientes, que no quisisteis inclinaros ante mi, recuperarás esta facha, para que nunca olvidéis que no se debe ser necio y orgulloso.

Por eso los descendientes de aquel antiguo árbol pierden las hojas en otoño. Para que nunca olviden que nada es más fuerte que el viento.

ingebel 

Cuento de Navidad

Cuenta una antigua y conocida leyenda que tres cedros habían nacido en lo que alguna vez fueron los hermosos bosques del Líbano. Como todos sabemos, los cedros demoran mucho tiempo en crecer y estos árboles pasaron siglos enteros pensando sobre la vida, la muerte, la naturaleza y los hombres. Presenciaron la llegada de una expedición de Israel, enviada por Salomón, y más tarde vieron la tierra cubierta de sangre durante las batallas con los asirios. Conocieron a Jezabel y al profeta Elías, enemigos mortales. Asistieron a la creación del alfabeto, y se deslumbraron con las caravanas que pasaban llenas de telas de colores.
Un buen día decidieron conversar sobre el futuro.
-Después de todo lo que he visto -dijo el primer árbol- quiero ser transformado en el trono del rey más poderoso de la tierra.
-A mí me gustaría ser parte de algo que transformara para siempre el Mal en Bien – comentó el segundo.
-Por mi parte querría que cada vez que me vieran pensaran en Dios -fue la respuesta del tercero.
Pasó algún tiempo más y vinieron los leñadores. Los cedros fueron derribados y un barco los transportó lejos.
Cada uno de aquellos árboles tenía un deseo, pero la realidad nunca pregunta qué hacer con los sueños; el primero sirvió para construir un refugio de animales, y las sobras se usaron para apoyar el heno. El segundo árbol se convirtió en una mesa muy simple, que pronto fue vendida a un comerciante de muebles. Como la madera del tercer árbol no encontró compradores, fue cortada y colocada en el almacén de una ciudad grande.
Infelices, ellos se lamentaban: “Nuestra madera era buena, y nadie encontró algo hermoso donde utilizarla.”
Pasó algún tiempo más y, en una noche llena de estrellas, un matrimonio que no lograba encontrar refugio decidió pasar la noche en el establo que había sido construido con la madera del
primer árbol. La mujer gritaba, con dolores de parto, y terminó dando a luz ahí mismo, y colocó a su hijo entre el heno y la madera que lo apoyaba.
En aquel momento, el primer árbol entendió que su sueño se había cumplido: allí estaba el más importante de todos los reyes de la Tierra.
Años después, en una casa modesta, varios hombres se sentaron a la mesa que había sido construida con la madera del segundo árbol. Uno de ellos, antes que todos comenzaran a comer, dijo algunas palabras sobre el pan y el vino que tenía frente a él.
Y el segundo árbol entendió que, en aquel momento, sustentaba no sólo un cáliz y un pedazo de pan, sino la alianza entre el hombre y la Divinidad.

Al día siguiente, retiraron dos pedazos del tercer cedro, y los colocaron en forma de cruz. Los dejaron botados en un rincón y horas después trajeron a un hombre brutalmente herido, a quién clavaron en aquellos leños. Horrorizado, el cedro lamentó la herencia bárbara que la vida le había dejado.

Antes que tres días pasaran, sin embargo, el tercer árbol entendió su destino: el hombre que ahí estuvo clavado era la luz que todo iluminaba. La cruz hecha con su madera había dejado de ser un símbolo de tortura, para transformarse en señal de victoria.

  Como siempre ocurre con los sueños, los tres cedros del Líbano habían cumplido el destino que deseaban – pero no de la manera que imaginaron que sería.

Paulo Coelho