domingo, 29 de diciembre de 2013

El labrador y el árbol

En el campo de un labriego había un árbol estéril que únicamente servía de refugio a los gorriones y a las cigarras ruidosas.
El labrador, viendo su esterilidad, se dispuso a abatirlo y descargó contra él su hacha. 
Suplicáronle los gorriones y las cigarras que no abatiera su asilo, para que en él pudieran cantar y agradarle a él mismo. Más sin hacerles caso, le asestó un segundo golpe, luego un tercero. Rajado el árbol, vio un panal de abejas y probó y gustó su miel, con lo que arrojó el hacha, honrando y cuidando desde entonces el árbol con gran esmero, como si fuera sagrado.

Mucha gente hay que hace un bien sólo si de él recoge beneficio, no por amor y respeto a lo que es justo. Haz el bien por el bien mismo, no porque de él vayas a sacar provecho.
 
Esopo

EL ÁRBOL DE LA MENTIRA

Verdad y la Mentira se pusieron a vivir juntas una
vez y, pasado cierto tiempo, la Mentira, que es muy
inquieta, le propuso a la Verdad que plantaran un árbol,
para que les diese fruta y poder disfrutar de su sombra en los días más
calurosos. La Verdad, que es limpia e inocente, que no tiene doblez y
se conforma con poco, aceptó la propuesta.
Cuando el árbol estuvo plantado y empezó a crecer frondoso, la
Mentira, que es una tramposa y busca siempre salirse con la suya,
propuso a la Verdad que se lo repartieran entre las dos, cosa que
agradó a la Verdad.
Así la Mentira le dio a entender con razonamientos muy bellos y
bien construidos a la Verdad que la raíz mantiene al árbol, le da vida
y, por ello, es la mejor parte y la de mayor provecho. Aconsejó a la
Verdad que se quedara con las raíces, que viven bajo tierra, En
tanto, ella se contentaría con las ramitas que aún habían de salir y
vivir por encima de la tierra, lo que sería un gran peligro, pues
estarían a merced de los hombres, que podrían cortarlas o pisarlas,
cosa que también podrían hacer los animales y las aves. Además, le
dijo que los grandes calores podrían secarlas, y quemarlas los grandes
fríos; por el contrario, las raíces no estarían expuestas a estos peligros.
Al oír la Verdad todas estas razones, como es bastante
crédula, muy confiada y no tiene malicia alguna, se dejó convencer
por su compañera la Mentira; por tanto creyó que era verdad lo que le
decía.
La Verdad se metió bajo tierra para vivir, pues allí estaban las
raíces, que ella había elegido, y la Mentira permaneció encima de la
tierra, con los hombres y los demás seres vivos.
Y como la Mentira es muy lisonjera, en poco tiempo se ganó
la admiración de la gente, porque su árbol comenzó a crecer y a echar
grandes ramas y hojas que daban fresca sombra; también nacieron en
el árbol flores muy hermosas, de muchos colores. Mas lo
verdaderamente singular, es que en la rama más retorcida de eseárbol, nació un niño de madera, de ojos abiertos y sorprendentes, con
la nariz larga y puntiaguda, que todos llamaron Pinocho.
Al ver un árbol tan
hermoso, muchas personas
empezaron a reunirse
junto a él muy contentas;
gozaban de su sombra y
de sus flores; la mayoría
de la gente permanecía
allí, e incluso quienes
vivían lejos se
recomendaban el árbol de
la Mentira por poder
disfrutar de la simpatía
del muñeco Pinocho y de
la alegría, sosiego y
sombra fresca del árbol.
Así, la Mentira se
sentía muy honrada y era
muy considerada por
quienes buscaban siempre su compañía. De esta forma, cuando alguien
mentía, todos aplaudían divertidos; y Pinocho bailaba dando brincos
de felicidad porque la mentira había triunfado sobre la tierra. Incluso
él se permitía de vez en cuando mentir a sus amigos, aunque su nariz
de madera creciera y creciera cada vez que esto sucedía. Al que menos
se acercaba a ella y menos sabía de sus artes, todos lo despreciaban, e
incluso él mismo se sentía diferente a los demás por no saber mentir.
Mientras esto le ocurría a la Mentira, que se sentía muy
feliz, la triste y despreciada Verdad estaba escondida bajo
la tierra, sin que nadie supiera de ella ni quisiera ir a
buscarla. Viendo la Verdad que no tenía con qué alimentarse,
sino con las raíces de aquel árbol que la Mentira le aconsejó
tomar como suyas, y a falta de otro alimento, se puso a roer
y a cortar para su sustento las raíces del árbol de la
Mentira. Aunque el árbol tenía ramas gruesas, hojas muy
anchas que daban mucha sombra y flores de colores muy alegres, antes
de que llegase a dar su fruto fueron cortadas todas sus raíces, pues
tuvo que comérselas la Verdad.
- 3 -
Cuando las raíces desaparecieron, la Mentira estaba a la
sombra de su árbol con todas las personas que aprendían sus
artimañas, se levantó viento y movió el árbol que, como no
tenía raíces, muy fácilmente cayó derribado sobre la Mentira,
a la que hirió y quebró muchos huesos, así como a sus
acompañantes, quienes resultaron malheridos.
Pinocho daba muestras de dolor sintiendo una de sus piernas
lastimadas y su nariz partida y sonrojada. Lloraba y lloraba el muñeco
de madera, no dando crédito a lo que
le había sucedido al árbol y a su desdichada
compañera, la Mentira.
Entonces, por el vacío que
había dejado el tronco, salió la Verdad,
que estaba escondida, y cuando
llegó a la superficie vio que la Mentira
y todos los que la acompañaban
estaban muy maltrechos. Habían
recibido gran daño por haber seguido
el camino de la Mentira.
Mostrando abiertamente su túnica blanca y su larga melena de
luz dorada, la Verdad dijo a todos los que allí lloraban lastimados:
«Queridos amigos: este dolor que padecéis es fruto de vuestro miedo a
mi, la Verdad. Es por eso que habéis descansado bajo un árbol que
nunca tuvo las raíces fuertes y sanas. Nunca mintáis, aunque sintáis
que la Verdad os cueste asumir. Así siempre mantendréis limpia y
saludable a vuestra alma. Cada vez que hagáis honor a la Verdad, yo
os abrazaré y os otorgaré la luz de la Vida».
Oyendo estas palabras, Pinocho se acercó a la Verdad, tímido y
todavía lastimado. Abriendo sus brazos la abrazó confiando, sintiendo
la ternura y la luz que abría su manto resplandeciente.
«Ya no mentiré más», se dijo con fuerza. Y mientras la luz de la
Verdad vibraba en su corazón, sintió que las magulladuras de su
cuerpo sanaban y que la tiesa madera pasaba a ser piel de niño flexible
y sonrosada.
Anónimo

LOS ÁRBOLES DEL MONTE.

Había una vez un monte con muchos árboles. Algunos habían nacido en ese mismo lugar y,
por eso, se los llamaba autóctonos. Otros habían sido plantados por don Ramón, quien tenía allí una
chacra.
Los pajaritos preferían hacer sus nidos en los árboles autóctonos. ¿Por qué les gustaban más
que los otros? Porque eran variados, tenían frutas de colores y ramas de diferentes formas y
dimensiones más apropiadas para sostener los nidos.
En cambio, en las superficies cubiertas de pino, todas las ramas crecían en forma simétrica,
no entraba la luz, no tenían frutas, y ningún pájaro construía su nido en ese tipo de plantaciones.
Los papas pájaros decían a sus hijos pajaritos:
- No vayan a los montes de pinos, los árboles están muy juntos, debajo de las ramas, está
muy oscuro, y, si se pierden, no van a encontrar ningún alimento; nada crece a la sombra de esos
árboles.
Así, todos los pájaros preferían vivir en la zona de la chacra, donde se conservaba el antiguo
monte: lapachos, laureles, timbó y todo tipo de árboles; grandes y pequeños, altos y bajos.
En el monte había una gran variedad de pájaros: benteveos, zorzales, gorriones, tucanes,
pilinchos, tordos, tico-ticos, azulejos y muchos más. Vivían felices y compartían los alimentos que les
proveía la naturaleza. También había algunos animales salvajes, como carpinchos, erizos, osos
hormigueros y coatíes, y, además, muchos insectos.
Los pájaros hacían sus nidos en las ramas más altas de los árboles, para que ningún animal
comiera sus huevitos o atacara a sus pichones.
Esta primavera habían nacido un montón de pajaritos. Don Ramón observaba a sus papas
que trabajaban afanosamente para alimentar a los exigentes críos que, cuando pasaban algún rato
sin comer, se ponían a gritar con todas las fuerzas. También los veía posados sobre su tractor,
cuando araba y preparaba la tierra para sembrar el maíz. Los pájaros lo seguían tratando de cazar
alguna lombriz desprevenida. Y, cuando iba al gallinero, lo acompañaban para disputar algunos
granos con los pollitos.
Don Ramón sabía que los pájaros eran sus amigos, porque al comerse los insectos, protegían
su huerta y verduras de las plagas, tan frecuentes en la época de calor.
A don Ramón y a su esposa, doña Paulina, les gustaba caminar al atardecer, observar el
cielo, las plantaciones e imaginar cuánto crecerían los pollitos en algunos meses.
En los días secos, disfrutaban regando las flores del jardín.
Una tarde de octubre, se percibía en el ambiente un aire especial; el clima estaba pesado y
había muchos insectos, como anunciando una tormenta. Don Ramón observaba el cielo y fruncía el
ceño. No le gustaba nada. Sus huesos también le avisaban del temporal. Le dijo a su esposa que le
convenía guardar la ropa colgada, que había que hacer entrar a todos los animales en el galpón del
fondo, y cerrar todas las ventanas de la casa. Luego, se acostaron a dormir.
A medianoche, comenzó a soplar un viento huracanado terrible.
La casa de madera que tantos años los había protegido crujía como quejándose de los
embates del temporal. Los animales encerrados ni se movían. Don Ramón observó desde la
ventana cómo bailaban los árboles del jardín y rogaba a Dios que quedaran ahí firmes, como
centinelas de la casa. Pero fue en vano; la luz intermitente de los relámpagos alumbró el panorama,
y vio cómo se desgarraba un enorme lapacho, que cada primavera los había alegrado con sus
coloridas flores. Se desplomó sobre el cerco del gallinero destruyéndolo, por completo, pero, por lo
menos, su casa seguía de pie.
Don Ramón estaba muy asustado y sólo mantenía la calma para no alarmar a su mujer, que
era tremendamente asustadiza. Se asomó para ver un poco más lejos y le dio miedo observar,
gracias a la luz de los relámpagos, las copas de los árboles sacudidas como plumeros gigantes,
frenéticos, que tocaban la tierra y volvían a levantarse.
Así pasaron unos cuarenta minutos que parecieron eternos.
Luego, la lluvia intensa, espesa, cubrió todo el espacio oscuro. Don Ramón y su esposa
durmieron intranquilos.
Se levantaron cuando los primeros rayos del sol acariciaban la tierra. Don Ramón se vistió, y,
antes de desayunar, salió a contemplar el paisaje desolador. El pinar, que él había plantado hacía
veinte años pensando en sus hijos y nietos, se hallaba por el suelo. No podía creer lo que veían sus
ojos. Los árboles, que hacía unas horas estaban de pie, con sus copas tendidas al cielo, ahora,
tenían sus troncos tronchados, como si una motosierra
gigante hubiese arrasado todo durante la noche. Estaban
desflecados, retorcidos, como si el viento los hubiese usado
para divertirse.
Nunca había visto algo igual... Su corazón latía fuerte,
su trabajo de plantar, combatir plagas, cuidar que la maleza
no cubriera todo había sido destruido en unos minutos.
Se sintió pequeño y triste. Bajó su cabeza, se sentó
sobre un tronco derrumbado y se quedó en silencio.
¡Qué sorpresa fue para él escuchar el piar
desconsolado de los pájaros! Centenares de aves se
quejaban y expresaban lo mismo que él sentía. Volaban
buscando una respuesta. No encontraban sus nidos, ni sus
padres, ni sus árboles. Estaban desorientados, dolidos. Su canto era lastimero.
Se posaban sobre los troncos caídos, y sus trinos no eran dulces o alegres, sino de queja, de
dolor, como pidiendo una explicación al hombre que estaba compartiendo con ellos esa ruina y
desolación.
Don Ramón percibió que toda la naturaleza, herida y derrotada, era bañada por los rayos del
sol. El calorcito sobre su cuerpo le hizo pensar que tendría que seguir trabajando como lo había
hecho siempre. Se sentía abatido como las aves; el viento les había arrancado toda la seguridad que
poseían, sus nidos y sus árboles. Don Ramón pensó que ante las fuerzas naturales, los hombres
son frágiles e indefensos como los pájaros, y que todos deberían saber que los grandes cambios
que se producen en la tierra, alteran su equilibrio y desencadenan estos desastres. Con tristeza, se
preguntó: ¿en qué planeta vivirían sus nietos? ¿Cómo el hombre no se daba cuenta de todo el daño
que estaba provocando? Continuaría con su trabajo en la chacra, era la ley de la vida, a veces dura
e incomprensible. Pero sus hijos y nietos necesitaban su ejemplo.

María Mercedes Jiménez de Gallero.

El jardín de Chía

El jardín de mi casa es enorme. Tan grande, tan grande
que ni papá ni mamá han conseguido recorrerlo entero.
A mí sólo me dejan ir hasta el río, que está justo enfrente
de casa y hasta el Árbol de las Ceremonias, si camino hacia
el norte.
Es un jardín muy divertido porque está lleno de animales
y hay un montón de sitios donde esconderse.
Yo tengo un escondite en un árbol.
Hay que trepar dos metros por uno de los troncos y se
llega a un agujero estrechito por el que únicamente cabemos
los más pequeños. Es genial.
Dentro hay una especie de colchón de paja que debió ser
el nido de algún animal. Huele a madera, a savia, y a hojas
secas y además se está fresquito.
Desde que lo encontré me paso todo el día deseando
acabar mis tareas y que mamá me deje ir a jugar para poder
ir allí un rato.
Mi casa también es bonita. La construyeron mis padres y
mis hermanos, junto al resto de la tribu, el año pasado.
Cortaron los troncos, separaron las ramitas más finas
por un lado, las más gruesas por otro, y con mucho trabajo
nuestra choza fue una de las más grandes y bonitas de la
aldea. Como todos ayudaron, mamá dio una gran fiesta el
día que terminaron.
Sue y yo pasamos toda la mañana recogiendo frutos y
hojas, para que mamá y el resto de las mujeres de la aldea,
hicieran la comida y la bebida para todos.
El abuelo, que es el chamán, el que habla con los espíritus
de los árboles y de las plantas, le dio las gracias a la selva,
que nos había prestado su madera y sus lianas para poder
hacer una casa bien grande y bien bonita
El día de la fiesta lo pasamos en grande.
A nosotros los niños, nos dejaron explorar más allá del
árbol de las Ceremonias.
La tarde fue maravillosa. Jugamos al escondite, a descubrir
el tronco más grueso, a ser el primero en encontrar una
serpiente, a trepar bien alto y saltar al colchón mullidito de
las hojas caídas…
Pero de repente Sue gritó tan fuerte como le permitieron
sus pulmones:
— ¡Los Hombres Termita, los Hombres Termita! ¡Chía,
corre, corre, hay que avisar a todos!
Me subí al árbol más alto que encontré y miré hacia donde
señalaba mi hermana.
Enormes máquinas se acercaban hacia nosotros tragándose
los árboles como si fueran simples pajitas.
Sue y yo nos asustamos mucho. Corrimos hacia casa gritando:
— ¡Abuelo! ¡Los Hombres Termita están matando muchos
árboles, tantos que se puede ver el final del jardín!
Al llegar a casa ví la cara triste del abuelo, sentado a la
sombra del Árbol de las Ceremonias.
Me senté a su lado y el abuelo me habló:
— Chía, el Espíritu del Árbol te ha elegido a ti para que
seas su voz. Esa será tu misión.
— Pero yo soy sólo una niña, abuelo. ¿Quién querría escucharme?
— Serás una mujer fuerte y valiente muy pronto. Y la
selva del Amazonas necesita tu voz.
— Dime, abuelo. ¿qué debo decir para salvar mi jardín?
— Ve a tu refugio escondido en el árbol y escucha.
El Espíritu del Árbol te enseñará día a día lo que debes
decir
Mi jardín es enorme, pero lo están matando los hombres
Termita.
Ellos no ven más allá de la riqueza que van acumulando.
Ellos no escuchan el grito de los árboles.
Los árboles cuidan de nosotros. Nos dan el aire puro que
respiramos, la madera que nos cobija y la sombra que nos
protege del ardiente sol.
Yo soy Chía, y he dado mi voz a los árboles. Contaré su
historia y la mía, hasta que el hombre escuche y comprenda
que sin árboles, la Tierra no puede vivir.

"Cuentos desde el bosque"

Proverbios

El día que hayais envenenado el último río, abatido el último árbol, y asesinado el último animal, os dareis cuenta que el dinero no se puede comer.

(Proverbio indigena)

La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces.

(Proverbio persa)

Adán comió la manzana, y todavía nos duelen las muelas.

(Proverbio húngaro)

Pequeños guardabosques

Laura, Sebastián y Pedro eran muy buenos amigos.
Después del colegio siempre jugaban juntos en el bosque
que había junto a sus casas.
Era un bosque muy frondoso, con árboles muy altos en
los que vivían todo tipo de animales: pájaros carpinteros,
ardillas, búhos…
Un día a Pedro se le ocurrió una idea genial:
— ¿Por qué no construimos una cabaña en un árbol?
— ¡Sí! —exclamó Laura— ¡Será un escondite secreto!
Sebastián sonrió.
Por la tarde, los tres niños llevaron clavos, cuerdas y tablas
viejas para construir la cabaña.
Eligieron un árbol grande, con muchas ramas para que
aguantara bien el peso.
El árbol tenía un tronco tan ancho que ni los tres niños
juntos hubieran podido abrazarlo. Las ramas eran muy largas
y fuertes. Era el árbol perfecto.
— ¡Manos a la obra! — dijo Sebastián.
Pedro trepó a una se sus ramas y, con ayuda de las cuerdas
que había traído Laura, comenzaron a subir las tablas,
los clavos y las herramientas.
Todas las tardes, los niños se reunían en el bosque ilusionados,
y trabajaban en su cabaña.
Hasta que un día, el escondite estuvo terminado. Era
muy bonito.
Estaban tan contentos que decidieron dar una pequeña
fiesta con Nicolás, el guardabosques, que siempre les había
ayudado.
Por la tarde, los tres amigos esperaban a Nicolás. Sólo
faltaba él. Esperaron un buen rato y al ver que no llegaba,
fueron a buscarle a su cabaña, que estaba muy cerca. Pero
tampoco estaba allí.
Además, unas nubes negras, cargadas de agua, se acercaban
rápido desde el suroeste. Ya se podían escuchar los
truenos en la lejanía.
— ¡Hay tormenta chicos! ¡Nos refugiaremos en nuestra
cabaña! — Sebastián gritó.
— ¡No! Acordaos de lo que nos dijo Nicolás. — Advirtió
Laura sensata. Nunca hemos de refugiarnos bajo un árbol
si hay tormenta. Los árboles atraen los rayos. Así que debemos
correr lo más rápido posible hasta casa y dejar la fiesta
para otro día.
Todas las tardes, los niños se reunían en el bosque ilusionados,
y trabajaban en su cabaña.
Hasta que un día, el escondite estuvo terminado. Era
muy bonito.
Estaban tan contentos que decidieron dar una pequeña
fiesta con Nicolás, el guardabosques, que siempre les había
ayudado.
Por la tarde, los tres amigos esperaban a Nicolás. Sólo
faltaba él. Esperaron un buen rato y al ver que no llegaba,
fueron a buscarle a su cabaña, que estaba muy cerca. Pero
tampoco estaba allí.
Además, unas nubes negras, cargadas de agua, se acercaban
rápido desde el suroeste. Ya se podían escuchar los
truenos en la lejanía.
— ¡Hay tormenta chicos! ¡Nos refugiaremos en nuestra
cabaña! — Sebastián gritó.
— ¡No! Acordaos de lo que nos dijo Nicolás. — Advirtió
Laura sensata. Nunca hemos de refugiarnos bajo un árbol
si hay tormenta. Los árboles atraen los rayos. Así que debemos
correr lo más rápido posible hasta casa y dejar la fiesta
para otro día.
Nicolás les explicó la razón de aquella enorme riada:
Hace sólo dos años, un tremendo incendio quemó todos
los árboles y plantas del monte que ahora llamáis Pelado.
Este monte era bien frondoso y bonito. Las hayas y los
abetos de aquel bosque eran viejos y fuertes.
Pero una noche, unos chicos inconscientes, encendieron
una hoguera para calentarse, sin darse cuenta del peligro, y
el fuego saltó a la vegetación.
Tardó tres días en quemarse todo. Los bomberos fueron
incapaces de salvar el bosque, pese a que arriesgaron sus
vidas como hicísteis vosotros el otro día.
Los tres amigos observaban el monte Pelado e imaginaban
cómo era antes de que el fuego lo quemara.
La tierra — continuó el guardabosques — no tiene donde
agarrarse sin las raíces de los árboles y de las plantas. Por
eso el viento y la lluvia la arrastran, provocando riadas.
Los bosques son muy importantes para el hombre, y muchas
veces los descuidamos.
Por eso vosotros debéis ayudarme a cuidarlo. Respetad el
bosque y así seguirá dando sus regalos: el aire que respiramos,
la madera, la paz y el hogar para miles de seres vivos.
Desde ahora seréis mis ayudantes: ¡aprendices de guardabosques!
Con vuestra cabaña podréis vigilar si alguien prende fuego,
tira basura o colillas. Entonces me avisáis rápidamente.
Laura, Sebastián y Pedro estaban orgullosos y felices.
Pusieron sus manos sobre el viejo tronco y gritaron como
los Tres Mosqueteros:
¡Todos para uno y uno para todos!

"Cuentos desde el bosque"

Donde duerme el viento

Cuando el abuelo terminó de contar el cuento ya era
noche cerrada. Por las ventanas sólo se veían las estrellas
brillando en un cielo azul casi negro.
Marieta, con los ojos llenos de sueño, se acurrucó más en
el regazo de su madre y bien abrazada a su coneja Domitila,
susurró:
— Abuelito… mañana me cuentas dónde duerme el
viento…
— Sí, princesa. Mañana.
Marieta sueña que vuela con el viento, ágil y rápido entre
los árboles del bosque. El viento silba con fuerza y Marieta
grita emocionada:
— ¡Más fuerte, más fuerte!
Pero el viento está cansado y busca un lugar donde dormir.
Ya no corre, ahora va despacito y muy callado.
Sólo las hojas de los árboles más altos tiemblan un poco
a su paso. Marieta encuentra una nube pequeña y blandita y
se tumba perezosa.
— ¿Y tú, amigo viento, dónde duermes? ¿Dónde se ha
metido? — piensa Marieta. — Qué raro…
Tumbada a la bartola en su nube, mira y requetemira pero
el viento no aparece.
— ¡Hola, señor árbol! ¿Ha visto dónde se fue el viento?
— Sssshhh…. El viento duerme, no le despiertes. Hoy
sopló y sopló y merece un buen descanso…
— Ah, sí, pero… ¿dónde? ¿Encontró una cueva? ¿Acaso
una nube, como yo?
El gran árbol sonríe.
— Yo te diré dónde duerme el viento, pero para eso tienes
que ser capaz de ver y escuchar más allá, ver y escuchar
con el corazón. Mira, mírame. ¿Ves mis ramas que se mecen
despacito? ¿Ves mis hojas cómo bailan y susurran suaves
nanas?
Marieta abre mucho, mucho sus ojos y se asoma más aún
por el borde de su nube. ¡Qué árbol tan grande y poderoso!
Y sin embargo su voz es dulce como la del arroyo.
— Escucha atenta lo que te voy a contar, pequeña princesa
— Hace muchos, muchísimos años, cuando nada de lo
que ahora ves desde tu nube existía, cuando ningún ser humano
había pisado esta tierra, el gran viento llegó de lejos
y con él llegué yo.
— Oh, sí que debía ser fuerte entonces… si te pudo traer
hasta aquí volando… — interrumpió Marieta.
— ¡Ja,ja,ja,ja!. No, pequeña, no.
Yo era entonces apenas más grande que una pulga. Una
pequeña semilla que soñaba con crecer. Y crecí, ¡vaya si
crecí! Pero para llegar a ser lo que soy han tenido que pasar
muchos años. — dijo el árbol.
— ¿Tantos como ha vivido mi abuelo? — pregunta curiosa
Marieta.
— Más, muchísimos más…
El árbol parecía soñar perdido en sus recuerdos cuando
de nuevo comienza a hablar:
— Primero fui un arbolillo delgaducho y desgarbado, incapaz
de sostener en mis ramas ni a una golondrina.
Fueron pasando los años y mis raíces se hicieron profundas,
mi tronco más fuerte. Por fin mis ramas pudieron
albergar los nidos de muchos pájaros que alegran mis días
con sus cantos.
Me salvé del Gran Fuego que quemó casi la mitad del
bosque, porque cuando se acercaba a mí, el amigo viento
sopló con fuerza hacia el río y el fuego se ahogó.
Años más tarde, conocí al hombre.
Una joven pareja eligió mi sombra para descansar y mi
tronco para grabar en él un corazón con las iniciales de sus
nombres.
Cuando, tiempo después, llegaron con las hachas, aquel
muchacho ya era un hombre.
Me dieron el primer golpe cuando una fuerte racha de
viento hizo caer la nieve que tapaba el corazón. Él lo vio y
recordó.
Yo era su árbol, yo había guardado con cariño el símbolo
de su amor. Entonces, él me salvó y jamás ningún leñador
ha vuelto a hacerme daño.
Marieta se descolgó de su nube y se fijó en el tronco.
Con su pequeño dedo siguió el contorno viejo y desgastado
de un corazón con dos letras: M y B. María y Benito.
La abuela María, el abuelo Benito … Mañana preguntaría al abuelo …
Allí, junto al tronco, hecha un ovillo, escuchó el latir del
árbol. Se dejó mecer como la mecían los brazos de mamá
y, con las dulces nanas que susurraban las hojas, cerró los
ojos.
Aún pudo escuchar la voz del árbol acariciando su corazón:
— Duerme, Marieta, duerme sin temor. Duerme aquí,
donde duerme el viento, que tanto me dio.

"Cuentos desde el bosque"

El árbol de Miguel

Cumplir siete años es algo muy especial.
Mi madre dice que con siete años tengo “uso de razón”
No entiendo muy bien lo que es, pero me hace sentir importante.
¡Ah!, no me he presentado. Me llamo Miguel y ¡cumplo
siete años!
E n casa somos muchos. Tengo hermanos y hermanas,
perros, gatos, roedores y reptiles.
Hace unos días mamá me preguntó lo que me gustaría de
regalo por mi cumpleaños.
Yo le respondí que quería un árbol.
Del susto que se llevó mi madre, casi se le salen los ojos
de las órbitas.
— ¿Un árbol? ¿Pero un árbol… vivo? Quiero decir…
¿Un árbol de verdad?
— Sí, mamá. Un árbol. Con grandes raíces, un tronco
enorme y ramas a las que poder subirme. Un árbol al que
abrazarme, como hicimos en la excursión del cole. Que me
dé sombra en verano y se llene de pájaros en primavera…
— Bueno, para, para ¡alto! — me interrumpió mamá —.
¿Y dónde crees tú que podemos meter un árbol, hijo?
Se me olvidaba comentaros que vivo en el quinto piso
de un edificio, en una calle llena de edificios, en una ciudad
llena de calles…en la que los pocos árboles que quedan,
tienen su tronco negro por la contaminación y un aspecto
bastante triste.
— Lo tengo todo pensado, mamá.
Verás, el árbol lo plantamos en el salón.
Al principio no habrá problema. Después, cuando se
haga grande y necesite más sitio, le diremos a Don Sebastián
que haga un agujero en el suelo. Así él también tendrá
una parte de mi árbol. Y así, hasta que llegue a la casa de
Doña Virtudes, y de ahí, a la azotea. Será un árbol feliz porque
todos le cuidaremos y tendrá muchos abrazos. ¿A que
es buena idea?
Mamá me abrazó sonriendo y me dijo que ya pensaría
después en el asunto. Y cuando mamá dice que va a pensar,
no veas… lo piensa y lo piensa hasta dar con la solución.
Aunque esta vez no hacía falta pensarlo mucho puesto
que ya se lo había yo dado todo hecho…
Esta mañana me he levantado muy temprano, antes que
nadie, y he corrido al salón a buscar a mi árbol. Pero no
estaba.
He mirado también en la cocina, en el baño y hasta en el
descansillo, pero nada.
He vuelto a la cama un poco “mosca”, deseando que llegara
la hora y ver en mi habitación a todos mis hermanos y
a mamá, cantando el “Cumpleaños Feliz”. Cada año lo hacen
y traen escondido mi regalo, como si yo no supiera…
Pero esta vez lo más seguro es que no puedan traerlo hasta
la cama, porque seguro que pesa demasiado y no quieren
hacerle daño.
He cerrado los ojos muy fuerte y me he hecho el dormido
hasta que por fin les he oído cuchicheando ante mi
puerta.
¡Y finalmente el gran escándalo!
Mamá trae entre las manos un sobre y mis hermanos
varios paquetes.
Yo pregunto:
— ¿Y mi árbol, mamá? ¿Y mi árbol?
Mamá se sienta al borde de mi cama y me da un beso
suavito en la frente.
— Felicidades, campeón, ya eres todo un hombrecito.
Por eso sé que puedes entender lo que voy a contarte.
Verás, he preguntado y me han dicho que tener un árbol
en casa no sería bueno para él. No sería un árbol feliz. Un
árbol necesita del sol, de la lluvia y el viento. No puede vivir
encerrado en nuestra casa, por mucho que le queramos y le
abracemos…
— Entonces, nunca podré tener uno…
— No te creas. Tus hermanos y yo hemos encontrado la
solución.
— ¿No quieres abrir tus regalos?
Mamá pone esa cara misteriosa , que quiere decir que hay
una sorpresa fantástica, así que me lanzo como un loco a
abrir los paquetes.
En el primero hay una tabla de madera suavita con cuatro
agujeros
En el segundo, dos cuerdas muy largas y gordas. Y yo,
que soy inventor, sé que se puede construir un columpio.
En el tercero hay una casita de madera con un agujero
pequeñín. ¡Es una casita para pájaros!
— Pero mamá, ¿qué hago yo con todo esto si no puedo
tener un árbol donde colgar el columpio ni donde vayan los
pájaros a refugiarse?
Mamá, con su cara de misterio, me ha hecho vestir rápido
y corriendo nos hemos montado en el coche.
Mientras ella conduce me ha pedido que abra el sobre:
— Este es mi regalo, vida mía — me dice mientras me
guiña un ojo.
En el sobre hay una carta:
Querido En el segundo, dos cuerdas muy largas y gordas. Y yo,
que soy inventor, sé que se puede construir un columpio.
En el tercero hay una casita de madera con un agujero
pequeñín. ¡Es una casita para pájaros!
— Pero mamá, ¿qué hago yo con todo esto si no puedo
tener un árbol donde colgar el columpio ni donde vayan los
pájaros a refugiarse?
Mamá, con su cara de misterio, me ha hecho vestir rápido
y corriendo nos hemos montado en el coche.
Mientras ella conduce me ha pedido que abra el sobre:
— Este es mi regalo, vida mía — me dice mientras me
guiña un ojo.
En el sobre hay una carta:
QueridoMiguel:
Desde hoy eres propietario, y por
lo tanto, responsable de este árbol.
Es un ser vivo que necesita que
lo quieras y lo cuides.
Disfrútalo.
Junto a la carta, una foto. La del árbol más grande y bonito
que he visto jamás.
Y es mi árbol. ¡Mi árbol…!
Nada más aparcar el coche salgo corriendo y le veo.
Y así, abrazado a él, me siento pequeño, pero no me importa.
Creceré con él. Será mi amigo año tras año. Podré
venir y columpiarme mientras le cuento mis aventuras, dormir
a su sombra o esconderme entre sus ramas.
¡Gracias, mamá! ¡Gracias a todos!
¡Este es el mejor cumpleaños de toda mi vida!

"Cuentos desde el bosque"

La encina de las mil ovejas

Hace muchos años que nació una pequeña encina, en
un fabuloso lugar conocido como el Valle de Alcudia.
Allí estos árboles vivían felices desde siempre, pues era
un valle con mucho agua bajo el suelo, un terreno profundo
y fértil donde las encinas desarrollaban sin problema sus
profundísimas raíces.
La encinita crecía muy rápidamente. En tan sólo 300
años (las encinas son seres muy viejos que pueden vivir 600
o hasta 1000 años) consiguió un tamaño considerable.
¡Tenía el doble de tamaño que las encinas de su misma
edad! Y era normal pues había conseguido enraizar en un
buen terreno.
Además, los dueños de la finca a lo largo de los años le
ayudaban a crecer todavía más cuidándola con cariño.
Así muy pronto, los labradores, pastores y caminantes
encontraron en la encina un sitio ideal para pasar la tarde y
refugiarse del calor y del frío.
Pero a los animales, sobre todo a las ovejas, que todo el
mundo sabe que son muy asustadizas, la encina les daba
miedo.
Era tan grande que parecía un enorme animal y bajo su
impresionante copa no llegaba la luz.
Los rebaños preferían ir a la sombra de otros árboles
antes que acercarse a la gran encina.
La pobre encina se lamentaba todos los días: ¡No sé por
qué no se acercan a mí!
Pero pronto, el árbol empezó a crecer más lentamente
que las otras encinas y sus abundantes ramas cada vez tenían
menos hojas. Ésto resultaba una novedad y la gente
del lugar, animales, pastores e incluso las propias ovejas lo
comentaban con extrañeza.
Una mañana de verano, un pequeño cordero un poco
desobediente y atrevido se escapó del rebaño y se acercó
con cuidado a la hermosa encina.
— Hola — dijo el cordero, con cierto temor al árbol.
¿Puedo pasar?.
Hace mucho calor ahí fuera y todos mis compañeros están
muy apretados debajo de esos pequeños árboles. Aquí
tienes mucho espacio — justificó el cordero.
La encina no se lo podía creer. ¡Por fin alguien, que parecía
inteligente y hablaba con ella!
— ¡Por supuesto que puedes pasar, hace muchos años
que os estoy esperando!.
Mis hojas y mis grandes ramas necesitan más alimento.
¡Por vuestro miedo tan absurdo me habéis privado de años
de crecimiento! — Dijo indignada y enfadada la encina.
El pequeño cordero no sabía de qué hablaba el árbol.
¿Qué tendría que ver el miedo de las ovejas con el alimento
de la encina? Por eso se atrevió a preguntar:
— Perdona, pero no te entiendo — dijo con curiosidad.
— Hola — dijo el cordero, con cierto temor al árbol.
¿Puedo pasar?.
Hace mucho calor ahí fuera y todos mis compañeros están
muy apretados debajo de esos pequeños árboles. Aquí
tienes mucho espacio — justificó el cordero.
La encina no se lo podía creer. ¡Por fin alguien, que parecía
inteligente y hablaba con ella!
La encina puso cara de pocos amigos al ignorante corderillo.
Luego recapacitó, pues se acordó de lo joven que era. Así
que se propuso contestar lo mejor que pudiera.
— Cuando tu rebaño se refugia debajo de una encina, se
produce un intercambio entre el árbol y los animales.
El árbol procura refugio en el invierno, guardando al rebaño
del frío y en el verano dando frescor.
A cambio, los animales devuelven el favor al árbol abonando
el terreno con sus excrementos.
Por eso estoy tan mal, ya que hace años que ningún animal
se acerca a disfrutar de mi sombra — se lamentaba la
gran encina.
El corderillo se quedó pensativo y un poco triste después
de la confesión de la encina.
Rápidamente decidió ayudarle, por lo que le dijo:
— Hablaré con mis padres y mis hermanos.
Convenceremos a todos para que vengan aquí — aseguró
convencido el joven cordero.
El pequeño cordero salió corriendo en búsqueda de sus
compañeros gritando:
— ¡Es buena la gran encina! ¡Tenemos que ayudarla!
Los animales miraban boquiabiertos al cordero que no
hacía más que gritar y decir cosas raras. Pronto estuvo rodeado
de ovejas curiosas por saber lo que el corderito tenía
que contar.
El cordero les dijo que la encina no tenía peligro. Les
convenció de su magnífica sombra y de la amplitud de su
copa ¡en la que cabrían todas las ovejas del rebaño!
Además les explicó lo que había aprendido: la encina necesitaba
los excrementos del rebaño para seguir viviendo.
Así la encina vio como un grupo de ovejas más atrevidas
se iban acercando hacia ella.
— ¡Es un árbol enorme! — decía una.
— ¡Cabe todo el rebaño y sobra espacio! — gritaba otra
La hermosa encina estaba muy contenta.
¡Por fin, ya no tenían miedo de ella! ¡Por fin le hacían
caso y su estupenda sombra servía para algo!.
La gran noticia se extendió por todo el Valle y nunca más
la gran encina estuvo sola.
Todos los rebaños la elegían como el mejor sitio para
descansar en sus largos trayectos en busca de pastos.
Gracias a la ayuda del corderillo, la gran encina continuó
creciendo.
Su sombra y el buen trato que daba a los rebaños la hicieron
tan famosa, que miles de ovejas venían a visitarla.
Por eso empezó a ser nombrada por todo el mundo como
La encina de las mil ovejas.

"Cuentos desde el bosque"

sábado, 28 de diciembre de 2013

El último sueño del viejo roble

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.
Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:
-¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
-¿Triste? -respondía invariablemente la efímera-. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...
-Pero sólo un día y todo terminó.
-¿Terminó? -replicaba la efímera-. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
-No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.
-No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?
-No -decía el roble-. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.
-Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.
-¡Pobre, pobre efímera! -exclamaba el roble-. ¡Qué vida tan breve!
Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Se repetía en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Se acercaba el invierno.
Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».
Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.
También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo.
El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través del bosque gentiles hombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvían a plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un día -habían transcurrido ya muchos años-, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.
Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Se elevaba el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.
Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.
Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.
Se movió la copa del árbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.
Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.
-Pero también deberían participar la florecilla del agua -dijo el roble-, y la campanilla azul, y la diminuta margarita.
Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
-¡Aquí estamos, aquí estamos! -se oyó gritar.
-Pero la hermosa aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás... ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
-¡Aquí estamos, aquí estamos! –se oyó el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
-¡Qué hermoso! -exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?
-En el reino de Dios todo es posible –se oyó una voz.
Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.
-Esto es lo mejor de todo -exclamó el árbol-. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
-¡Todos!
Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.
La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, se elevaba el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.
-¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! -decían los marinos-. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.
Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:
Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.

Hans Christian Andersen

El Cuento del Suave Pino y el Duro Roble

Érase una montaña tan pero tan alta, que nunca era posible ver la cumbre; primero porque la vista no podía llegar tan alto y segundo porque ella siempre estaba cubierta de nubes, de muchas nubes; sólo el viento podía llegar a esa altura. En el tope de la montaña habían algunas piedras, siempre acurrucadas por el frío, no había animales y en ella habitaban dos árboles; ellos eran muy valientes porque eran los únicos capaces de vivir en ese sitio, donde siempre habían nubes, y casi no había Sol. Los dos árboles estaban uno al lado del otro y ambos eran muy altos, tan pero tan altos que ni siquiera con la imaginación más grande era posible ver sus copas.
Uno de ellos era un Roble, muy elegante, duro y serio; él se creía el árbol más fuerte y bello de todo el mundo; a su lado el otro árbol era un Pino, también muy elegante, pero no tanto como el Roble, era más blando y tierno, no tan fuerte, pero sí tan alto como el Roble; sus puntas estaban a la misma altura, claro con ciertas pequeñas dudas: el Roble era considerado como el mejor de los dos.
Un día de Diciembre, que era el mes de mayor frío, un viento del Sur sopló y sopló, ambos árboles sintieron que ese viento no era igual al de todos los días, era más caliente como son los vientos del Sur, era mucho más fuerte, entonces el Roble se dijo:
Con mi fuerza y mi poder no hay viento que me asuste.
El Pino, un poco más sencillo, se dijo:
Ese viento es peligroso, no se calma, mas bien aumenta de intensidad; esto no me gusta.
El Viento sopló más y más fuerte, algunas de las piedras del piso se movieron de su sitio e incluso, algunas se hundieron en la tierra, las nubes se movieron con tal rapidez que sólo se les veía por un instante y ahí no terminó todo; el viento se puso aún más fuerte. El Roble no temía, él era fuerte y duro, y aguantaría cualquier cosa; el Pino que era más blando se comenzó a doblar y a doblar, e incluso hubo momentos en los cuales la punta del Pino tocó el piso, este sentía por eso gran dolor, pero se doblaba y no se partía. El Roble comenzó a doblarse y doblarse, pero era tan rígido y fuerte que al no permitir que él mismo se doblara, empezó a resquebrajarse y a perder sus ramas.
El Pino lo observó y le dijo:
Déjate doblar, así no te partirás.
Pero el orgulloso Roble, le contestó:
No, yo soy fuerte y no me doblaré, yo aguantaré, ya tú verás.
Al Pino no se le partió ni una sola rama, pero el Roble al no permitir que sus ramas se doblaran, empezó a perderlas e incluso perdió parte del tronco; el Pino le decía:
Amigo, si no te doblas, te vendrás abajo, no te resistas.
Y el Roble le contestaba:
No permitiré que mi cuerpo, hermoso y elegante, se doble.
El viento sopló más fuerte, tan fuerte que ya las palabras no se oían; sólo se escuchaba el chirrido agudo que atormentaba los oídos y que sólo lo produce el viento al soplar muy fuerte. En ese momento el Roble comenzó a partirse por la mitad; el Pino viendo aquella situación decidió doblarse al máximo y así al acercarse, pudo soportar el peso del Roble y logró que éste no se partiera y muy poco a poco, fue logrando que el Roble se doblara hacia él, siempre, el Pino sosteniéndolo y de esa manera el Roble pudo tolerar la inmensa furia del viento.
Poco a poco el viento pasó, tardó días en dejar de soplar por completo, el Pino sentía un gran cansancio, no sólo por luchar contra el viento, sino por tener que soportar el enorme peso del Roble para que éste no se partiera, y por ello el Pino, nuestro amigo, quedó extenuado. Al terminar de soplar el viento, el Roble se pudo enderezar y el Pino quedó doblado, había sido tanto el esfuerzo que no pudo enderezarse; el Roble había perdido parte de su tronco, muchas hojas y ramas, pero estaba todavía en pie y al ver al Pino doblado le dijo:
Amigo Pino, ¡que gran amigo eres tú!, te has sacrificado por mi, que incluso te despreciaba por tu debilidad; me has demostrado que la debilidad en algunos momentos de la vida, es lo que más fuerza nos da y que hay que ser flexible y eso te permite tolerar los vientos más fuertes, y me has enseñado que la fuerza esta en la amistad y en la tolerancia. Gracias, querido amigo, de los dos, tu eres el más fuerte y aún doblado, eres el más bello de nosotros dos.
Y así, luego de ese gran susto, ambos árboles estando aún de pie, fueron grandes amigos y lograron crecer aún mucho más, con el tiempo y con algunas ramas del Roble que ayudaron, nuestro amigo el Pino logro enderezarse y hoy por hoy, es un Pino muy derecho y muy bello.
 Fin
  • Autor: Anónimo