domingo, 3 de noviembre de 2013

LOS ÁRBOLES DEL MONTE.

Había una vez un monte con muchos árboles. Algunos habían nacido en ese mismo lugar y,
por eso, se los llamaba autóctonos. Otros habían sido plantados por don Ramón, quien tenía allí una
chacra.

Los pajaritos preferían hacer sus nidos en los árboles autóctonos. ¿Por qué les gustaban más
que los otros? Porque eran variados, tenían frutas de colores y ramas de diferentes formas y
dimensiones más apropiadas para sostener los nidos.

En cambio, en las superficies cubiertas de pino, todas las ramas crecían en forma simétrica,
no entraba la luz, no tenían frutas, y ningún pájaro construía su nido en ese tipo de plantaciones.

Los papas pájaros decían a sus hijos pajaritos:

-No vayan a los montes de pinos, los árboles están muy juntos, debajo de las ramas, está
muy oscuro, y, si se pierden, no van a encontrar ningún alimento; nada crece a la sombra de esos
árboles.

Así, todos los pájaros preferían vivir en la zona de la chacra, donde se conservaba el antiguo
monte: lapachos, laureles, timbó y todo tipo de árboles; grandes y pequeños, altos y bajos.

En el monte había una gran variedad de pájaros: benteveos, zorzales, gorriones, tucanes,
pilinchos, tordos, tico-ticos, azulejos y muchos más. Vivían felices y compartían los alimentos que les
proveía la naturaleza. También había algunos animales salvajes, como carpinchos, erizos, osos
hormigueros y coatíes, y, además, muchos insectos.

Los pájaros hacían sus nidos en las ramas más altas de los árboles, para que ningún animal
comiera sus huevitos o atacara a sus pichones.

Esta primavera habían nacido un montón de pajaritos. Don Ramón observaba a sus papas
que trabajaban afanosamente para alimentar a los exigentes críos que, cuando pasaban algún rato
sin comer, se ponían a gritar con todas las fuerzas. También los veía posados sobre su tractor,
cuando araba y preparaba la tierra para sembrar el maíz. Los pájaros lo seguían tratando de cazar
alguna lombriz desprevenida. Y, cuando iba al gallinero, lo acompañaban para disputar algunos
granos con los pollitos.

Don Ramón sabía que los pájaros eran sus amigos, porque al comerse los insectos, protegían
su huerta y verduras de las plagas, tan frecuentes en la época de calor.

A don Ramón y a su esposa, doña Paulina, les gustaba caminar al atardecer, observar el
cielo, las plantaciones e imaginar cuánto crecerían los pollitos en algunos meses.

En los días secos, disfrutaban regando las flores del jardín.

Una tarde de octubre, se percibía en el ambiente un aire especial; el clima estaba pesado y
había muchos insectos, como anunciando una tormenta. Don Ramón observaba el cielo y fruncía el
ceño. No le gustaba nada. Sus huesos también le avisaban del temporal. Le dijo a su esposa que le
convenía guardar la ropa colgada, que había que hacer entrar a todos los animales en el galpón del
fondo, y cerrar todas las ventanas de la casa. Luego, se acostaron a dormir.

A medianoche, comenzó a soplar un viento huracanado terrible.

La casa de madera que tantos años los había protegido crujía como quejándose de los
embates del temporal. Los animales encerrados ni se movían. Don Ramón observó desde la
ventana cómo bailaban los árboles del jardín y rogaba a Dios que quedaran ahí firmes, como
centinelas de la casa. Pero fue en vano; la luz intermitente de los relámpagos alumbró el panorama,
y vio cómo se desgarraba un enorme lapacho, que cada primavera los había alegrado con sus
coloridas flores. Se desplomó sobre el cerco del gallinero destruyéndolo, por completo, pero, por lo
menos, su casa seguía de pie.

Don Ramón estaba muy asustado y sólo mantenía la calma para no alarmar a su mujer, que
era tremendamente asustadiza. Se asomó para ver un poco más lejos y le dio miedo observar,
gracias a la luz de los relámpagos, las copas de los árboles sacudidas como plumeros gigantes,
frenéticos, que tocaban la tierra y volvían a levantarse.

Así pasaron unos cuarenta minutos que parecieron eternos.

Luego, la lluvia intensa, espesa, cubrió todo el espacio oscuro. Don Ramón y su esposa
durmieron intranquilos.


Se levantaron cuando los primeros rayos del sol acariciaban la tierra. Don Ramón se vistió, y,
antes de desayunar, salió a contemplar el paisaje desolador. El pinar, que él había plantado hacía
veinte años pensando en sus hijos y nietos, se hallaba por el suelo. No podía creer lo que veían sus
ojos. Los árboles, que hacía unas horas estaban de pie, con sus copas tendidas al cielo, ahora,

tenían sus troncos tronchados, como si una motosierra
gigante hubiese arrasado todo durante la noche. Estaban
desflecados, retorcidos, como si el viento los hubiese usado
para divertirse.

Nunca había visto algo igual... Su corazón latía fuerte,
su trabajo de plantar, combatir plagas, cuidar que la maleza
no cubriera todo había sido destruido en unos minutos.

Se sintió pequeño y triste. Bajó su cabeza, se sentó
sobre un tronco derrumbado y se quedó en silencio.

¡Qué sorpresa fue para él escuchar el piar
desconsolado de los pájaros! Centenares de aves se
quejaban y expresaban lo mismo que él sentía. Volaban
buscando una respuesta. No encontraban sus nidos, ni sus

padres, ni sus árboles. Estaban desorientados, dolidos. Su canto era lastimero.

Se posaban sobre los troncos caídos, y sus trinos no eran dulces o alegres, sino de queja, de
dolor, como pidiendo una explicación al hombre que estaba compartiendo con ellos esa ruina y
desolación.

Don Ramón percibió que toda la naturaleza, herida y derrotada, era bañada por los rayos del
sol. El calorcito sobre su cuerpo le hizo pensar que tendría que seguir trabajando como lo había
hecho siempre. Se sentía abatido como las aves; el viento les había arrancado toda la seguridad que
poseían, sus nidos y sus árboles. Don Ramón pensó que ante las fuerzas naturales, los hombres
son frágiles e indefensos como los pájaros, y que todos deberían saber que los grandes cambios
que se producen en la tierra, alteran su equilibrio y desencadenan estos desastres. Con tristeza, se
preguntó: ¿en qué planeta vivirían sus nietos? ¿Cómo el hombre no se daba cuenta de todo el daño
que estaba provocando? Continuaría con su trabajo en la chacra, era la ley de la vida, a veces dura
e incomprensible. Pero sus hijos y nietos necesitaban su ejemplo.

María Mercedes Jiménez de Gallero.