miércoles, 16 de junio de 2010

El árbol del ruiseñor

En un bosque lejano, había un ruiseñor que tenía su nido en la copa de un enorme roble. Todos los días despertaba al bosque entero con su canto maravilloso.

Entre las ramas del roble, las hojas crecían sin parar y también lo hacía la vida. Así lo hacían también los pichones del ruiseñor, cuyo nido estaba construido con ramas y hojas secas, para que fuera mullido y calentito para los pequeños polluelos.

Cuando se produjo el nacimiento, algunas ardillas se acercaron curiosas, para ver cómo los pichones rompían el cascarón hasta dejar un hueco, por el que poder asomar su cabeza. Debían empujar con mucha fuerza para liberarse de aquella cáscara y salir.

Apenas abandonado el cascarón, se veían muy delgaditos, pues sus plumitas estaban todas húmedas. Al cabo de unas pocas horas, se habían secado completamente y los pichones estaban listos para sorprenderse de lo que les rodeaba.

El árbol se sentía orgulloso de sus huéspedes. Él también era envidiado por los otros árboles, por tener al ruiseñor habitando entre sus ramas y por la belleza de su tronco y sus hojas. Era todo un espectáculo verlo en primavera.

Cuando el otoño se instalaba, se llevaba consigo las hojas de los árboles que volaban alborotadas por el suelo y el viento las mimaba y mecía suavemente en el aire. Al pasar el tiempo, estas hojas secas serían abono para nuevas plantas.

El ruiseñor gustaba de jugar entre las ramas del árbol, saltando de sombra en sombra, donde se hacía invisible. Revoloteaba haciendo piruetas y buscando la luz, cuando un rayito de sol le iluminaba las plumas, entonces cantaba de alegría.

Pero un día, un hongo se fue a vivir con el árbol y el roble comenzó a sentirse enfermo. Tenía siempre comezón y su piel tomó un color agrisado muy desagradable y se puso toda arrugada. De vez en cuando, sentía un cosquilleo por el tronco. Había perdido su aspecto lozano y ya ni tenía ganas de que los ciempiés jugaran entre sus raíces.

El hongo había observado largo tiempo la amistad del árbol y el ruiseñor, y se sentía celoso. Por eso creyó que si enfermaba al árbol, el ruiseñor le haría más caso a él. Estaba tan envidioso que no le importó que estaba haciendo sufrir al roble.

Los animales del bosque, lograron convencer al hongo para que abandonara al árbol para que se pudiera curar. De otra forma, no consentirían en ser sus amigos. No les agradaba que empleara la fuerza para ganar amigos.

Desde entonces, siempre se juntaban para disfrutar del amanecer y del canto del ruiseñor.

El hongo aprendió una importante lección, debía emplear su fuerza y su poder, para crear y no para destruir.

(versión libre del cuento de Marisa Moreno)

No hay comentarios:

Publicar un comentario